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2005-12-09

Rosa Luxemburg, la flor más roja del socialismo

Amayuelas 2005. Nestor Kohan. Rosa Luxemburg,la flor más roja del socialismo



Rosa Luxemburg, la flor más roja del socialismo


Néstor Kohan

La revolución es magnífica... Todo lo demás es un disparate
Carta de Rosa Luxemburg a Emmanuel y Matilde Wurm
(18 de julio de 1906)

El socialismo no es, precisamente, un problema de cuchillo y tenedor,
sino un movimiento de cultura, una grande y poderosa concepción del mundo
Carta de Rosa Luxemburg a Franz Mehring
(febrero de 1916)


¿Por qué nos reencontramos con ella justo hoy?


Vivimos tiempos de crisis, rupturas, quiebres, reacomodamientos. Lo que parecía estable y eterno, tiembla, se resquebraja, se degrada, zozobra. El Estado de bienestar, los derechos sociales, las instituciones económicas de posguerra, el sistema político-partidario tradicional, los “pactos sociales” entre las burocracias sindicales y las patronales. Todo se pone en cuestión. Nadie queda al margen. No hay espacio para el aislamiento. El mundo capitalista se unifica explosivamente. Crece en extensión y en profundidad.
El capitalismo, desde su mismo nacimiento, ha transitado por muchas crisis. Hasta ahora siempre las ha resuelto de la única manera posible, la que única que conoce: con genocidio, barbarie, guerras, matanzas, tortura, explotación y saqueos. Los costos de las recomposiciones capitalistas los han pagado invariablemente los trabajadores, las clases subalternas, los pueblos sometidos y todos los oprimidos de la historia. La violenta recomposición capitalista que en Europa y EEUU siguió a las rebeliones de los ’60 y a la crisis de los ’70 y en América Latina vino de la mano de las peores dictaduras militares de la historia que aplastaron la insurgencia armada con más de 100.000 desaparecidos, cientos de miles de prisioneros torturados y varios millones de exiliados, no es la excepción. Constituye tan sólo un pequeño eslabón en la cadena oxidada con que el capital nos viene oprimiendo desde hace ya demasiado tiempo.
La mundialización capitalista, como proceso histórico social, y el neoliberalismo, como su legitimación ideológica, son producto de ese avance sangriento del capital por sobre los trabajadores y su intento por disciplinar y someter a todos los sujetos potencialmente contestatarios a escala global. La profundización de la explotación, la marginación y la exclusión social no son “accidentes”, “errores” o “excesos” sino el alma viva de este sistema de dominación.
La propia izquierda, en sus diferentes vertientes, no ha quedado inmune a esas violentas transformaciones sociales ocurridas durante el último cuarto de siglo. La caída del muro de Berlín y el derrumbe ideológico que lo acompañó han sido apenas la punta del iceberg de una serie de cambios de época mucho más profundos.
La crisis terminal del stalinismo, otrora reinante en los países del Este, no vino sola. La socialdemocracia de los principales países capitalistas occidentales navegó durante los últimos años entre la corrupción descarada y la adaptación al discurso y la práctica neoliberal. Mientras tanto, en la mayoría de los países del tercer mundo los proyectos nacional-populistas de posguerra terminaban siendo fagocitados por las reformas neoliberales, los ajustes permanentes, la reestructuración de la deuda externa y la agresividad militarista del imperialismo.
Ese panorama sombrío, signado por la contrarrevolución económica, política, cultural y militar que tiñó el ocaso del siglo XX ha comenzado a disiparse. No por arte de magia ni por “mandato ineluctable de la historia” sino por las luchas sociales, las rebeliones populares y las movilizaciones masivas. Hoy se respira otro aire. Vuelven a discutirse los grandes problemas acerca de las alternativas al capitalismo que habían quedado fuera de la agenda de la izquierda durante demasiados años. En Venezuela y en Cuba enfrentadas cara a cara con el imperialismo norteamericano; en las rebeliones populares que derrocan gobiernos títeres en Ecuador y Bolivia; en Brasil, Argentina y Uruguay ante las frustraciones crecientes por las promesas incumplidas de los gobiernos “progresistas”; pero también en el movimiento altermundista de las grandes capitales europeas.
No es casual, entonces, que en ese horizonte de rebeldía y esperanza reaparezca el interés por Rosa Luxemburg [1871-1919] en todos aquellos y aquellas que se sienten parte del abanico de la izquierda radical, anticapitalista y antiimperialista.
Cuando ya nadie se acuerda de los viejos pusilánimes de la socialdemocracia, de los jerarcas cínicos del stalinismo, ni de los grandes retóricos tramposos del nacional-populismo, el pensamiento de Rosa Luxemburg continúa generando polémicas teóricas y enamorando a las nuevas generaciones de militantes. Su espíritu insumiso y rebelde asoma la cabeza —cubierta por un elegante sombrero, por supuesto— en cada manifestación juvenil contra la mundialización de los mercados, las guerras imperialistas y la dominación capitalista de las grandes firmas multinacionales sobre todo el planeta.
Nadie que tenga sangre en las venas y un mínimo de independencia de criterio frente a los discursos del poder puede quedar indiferente frente a ella. Amada y admirada por las y los jóvenes más radicales y combativos de todas partes del mundo, Rosa sigue siendo en el siglo XXI sinónimo de rebelión y revolución. Esos dos fantasmas traviesos que “el nuevo orden mundial” no ha podido domesticar. Ni con tanques e invasiones militares ni con la dictadura de la TV. Actualmente, su memoria descoloca y desafía la triste mansedumbre que propagandizan los mediocres con poder.
El simple recuerdo de su figura provoca una incomodidad insoportable en aquellos que intentan emparchar y remendar los “excesos” del capitalismo... para que funcione mejor. Los que reciclan y maquillan las viejas utopías reaccionarias intentando “convencer” pacíficamente y con buenos modales al capital para que nos explote —un poquito— menos y a sus instituciones para que sean —un poquito— democráticas. Cuando los desinflados y arrepentidos de la revolución entonan antiguos cantos de sirena, disfrazados hoy con el ropaje de la “tercera vía” o el “capitalismo con rostro humano”, la herencia insepulta de Rosa resulta un antídoto formidable. Sus demoledoras críticas al reformismo —que ella estigmatizó sin piedad en Reforma o revolución y en La crisis de la socialdemocracia— no dejan títere con cabeza. Constituyen, seguramente, uno de los elementos más perdurables de sus reflexiones teóricas.
Volver a respirar el aire fresco de sus escritos permite admirar la inmensa estatura ética con que ella entendió, pregonó, militó y vivió la causa mundial del socialismo. Una ética incorruptible, que no se deja comprar ni poner precio alguno. Una ética que levanta su dedo acusador contra la corrupción mediante la cual el neoliberalismo del Tío Sam asfixió al mundo durante el último cuarto de siglo, acompañado por su obediente y servil sobrina, la socialdemocracia europea y latinoamericana.
Además de refutar y combatir apasionadamente al reformismo en todas sus vertientes, Rosa también fue una dura impugnadora del socialismo autoritario. En un folleto sobre la naciente revolución rusa que ella escribió en prisión, durante 1918, hundió el escalpelo en los potenciales peligros que entrañaba cualquier tipo de tentación de separar el ejercicio del poder soviético de la democracia obrera y socialista.
Ante el bochornoso derrumbe de la burocracia soviética —que dilapidó el inmenso océano de energías revolucionarias generosamente brindado por el pueblo soviético, tanto en asalto al cielo de 1917 y en la guerra civil como en su heroica victoria sobre el nazismo— aquellas premonitorias advertencias de Rosa merecen ser repensadas seriamente.


Revolucionaria de cuerpo y alma


Su energía impetuosa y siempre en vilo aguijoneaba a los que
estaban cansados y abatidos, su audacia intrépida y su entrega hacían sonrojar
a los timoratos y a los miedosos. El espíritu atrevido, el corazón ardiente
y la firma voluntad de la «pequeña» Rosa eran el motor de la rebelión
Clara Zetkin

¡Qué difícil debe haber sido en su tiempo participar en política siendo mujeractriz ! Sin embargo, violentando la mediocridad patriarcalista de su época, Rosa Luxemburg se convirtió en una de las principales dirigentes y teóricas del socialismo... ¡a nivel mundial! No sólo combatió el machismo de la sociedad capitalista sino que también puso en duda las jerarquías y relaciones de poder —de género, de edad, de nacionalidad— que impregnaban y manchaban al socialismo europeo de aquellos años. Jamás aceptó caer en la trampa que le tendió la dirección del SPD (Partido Socialdemócrata Alemán) cuando le sugirió que se ocupe exclusivamente de los problemas de la mujer dejando “la gran política” en manos de la vieja jerarquía parlamentaria. Así pensaban sacársela de encima. Ella no tragó el anzuelo.
Como lo relatan varias biografías y aquella memorable película de Margarethe von Trotta protagonizada por la hermosa actriz Barbara Sukowa que la representa, ya de muy joven Rosa se metió de lleno en el Partido Socialdemócrata Alemán. Corría con desventaja. Era judía y polaca (dos palabras malditas para la cultura alemana...). No sólo publicó artículos en la prensa del SPD y libros sino que fue una de las principales instructoras de las escuelas políticas del partido (principalmente en temas económicos).
A poco de transitar, entró en colisión con los principales ideólogos de esta organización: Eduard Bernstein [1850-1932], cabeza del “socialismo revisionista”, y más tarde Karl Johann Kautsky [1854-1938], líder del llamado “marxismo ortodoxo”. Con diversos argumentos, los dos se oponían a los cambios sociales radicales y revolucionarios. Al igual que Lenin, Rosa polemiza con ambos. Primero chocará con Bernstein, en 1898, y luego con Kautsky, en 1910.
Pero ella no estuvo sola. Mientras polemizaba con los jefes de la burocracia parlamentaria del partido socialdemócrata alemán (SPD) y sus principales ideólogos, trababa estrecha amistad con Franz Mehring [1846-1919], el célebre biógrafo de Karl Marx. También con Karl Liebknecht [1871-1919] y Clara Zetkin [1857-1933], sus dos grandes compañeros de lucha.
Cuando en 1905 se produjo la primera revolución rusa, ella intentó extraer todas las consecuencias teóricas para el mundo occidental. ¿Qué relación hay entre los movimientos sociales contestatarios y las organizaciones políticas revolucionarias? Un debate que aún hoy, cuando se cumple un siglo de aquella revolución, sigue abierto y latente.
Más tarde, Rosa saludó la revolución bolchevique de 1917 de manera entusiasta. Allí veía realizado el gran sueño de liberación de los oprimidos. Pero su defensa de los bolcheviques no fue acrítica. Mientras apoyaba, polemizó con Lenin. Lo hizo antes y también después del triunfo revolucionario. Éste último, en febrero de 1922, llegó a decir de ella que “Suele suceder que las águilas vuelen más bajo que las gallinas, pero una gallina jamás puede remontar vuelo como un águila. Rosa Luxemburg se equivocó [...] pero, a pesar de sus errores, fue —y para nosotros sigue siendo— un águila [...] en el patio de atrás del movimiento obrero, entre los montones de estiércol, las gallinas tipo Paul Levi, Scheidemann y Kautsky cacarean en torno a los errores de la gran comunista. Cada uno hace lo que puede”.
La vida de Rosa no fue fácil. Estuvo varias veces —como mínimo en nueve ocasiones— en prisión. En una de las más extensas, la burguesía la mantuvo en cautiverio durante la guerra mundial hasta fines de 1918. Cuando salió, se puso a la cabeza de la Liga Espartaco, que luego se transformó en el naciente Partido Comunista Alemán (PCA).
Al dirigir el levantamiento de los trabajadores insurrectos, Rosa Luxemburg se ganó el odio de la derecha alemana. Pero no sólo de la derecha... también de los socialdemócratas, hasta pocos años antes, sus antiguos compañeros.
La vida de Rosa fue apasionante. Rompió con los moldes trillados. Nunca aceptó bajar la cabeza. Se rebeló y, confiando en su propia personalidad, entregó lo mejor de sus energías a la noble causa de la revolución mundial, la causa de la clase trabajadora, de los explotados y las oprimidas del mundo.


Viejos y nuevos reformismos, enfermedades seniles del socialismo



No se puede arrojar contra los obreros insulto más grosero ni calumnia más
indigna que la frase «las polémicas teóricas son sólo para los académicos».
Rosa Luxemburg: Reforma o revolución

Desde que surgieron las protestas obreras contra la sociedad capitalista, dos corrientes convivieron en el seno del campo popular.
Una primera tendencia, conocida como “reformismo”, cree que el capitalismo se puede ir mejorando de a poco. Reforma tras reforma, los trabajadores podrían ir avanzando lentamente hacia una mejor sociedad. Esta última iría cambiando según un patrón lineal: la evolución, de lo peor a lo mejor, pasito a pasito sin jamás pegar un salto. En sus comienzos históricos esta tendencia sostenía que la evolución pacífica y gradual del capitalismo conduciría a una sociedad más racional, el socialismo. El tránsito entre el capitalismo y el socialismo debería realizarse paulatinamente.
Hoy en día esta ideología se ha ido modificando en forma notable. Entre el reformismo de ayer y el de hoy mucha agua ha corrido bajo el puente. La degradación política e ideológica de esta corriente —siempre presentada con nuevos ropajes y nuevas vestimentas— se ha multiplicado. Comparados con los actuales exponentes del reformismo, los más tímidos ideólogos del Partido Socialdemócrata Alemán de principios de siglo pasado parecerían unos jóvenes incendiarios y alocados en busca de adrenalina.
Actualmente, el reformismo ya no cree que al final de la marcha evolutiva y pacífica de la sociedad nos espera el socialismo. Sus partidarios se conforman tan sólo con lograr reformas —más o menos avanzadas— dentro mismo del orden capitalista. Pero la disminución de las expectativas de cambio y la profundización de su adaptación al statu quo corren parejas con su creciente malabarismo verbal. Toda la audacia y el arrojo que no aplican en su actividad y en sus análisis políticos, los reemplazan por una creciente pirotecnia discursiva. Como si una nueva jerga pudiera ocupar el espacio que deja vacío la ausencia de perspectiva política antisistémica. Y entonces, encubriendo las añejas cantinelas moderadas, aparecen en la palestra de los neorreformistas las “novedosas” propuestas de una “democracia radical” (Ernesto Laclau), una “democracia absoluta” (Toni Negri) o una “democracia participativa” (Heinz Dieterich). Siempre cuidándose de eludir o esquivar la cuestión del socialismo y la confrontación con el poder del capital. Por eso, hasta Bernstein hubiera parecido un “ultra” al lado de estos reconocidos teóricos.
La segunda tendencia, de carácter revolucionaria, realiza críticas radicales contra el capitalismo. A diferencia del reformismo, aspira a cambiar de raíz la sociedad para acabar no sólo con “los excesos” sino con la explotación y la dominación mismas. No hay otra vía que el socialismo. Tener en claro esa perspectiva, aunque no goce del aplauso de los suplementos culturales de los diarios “serios”, de la consagración de los monopolios editoriales o del beneplácito de las principales Academias, debe seguir siendo la estrella que guíe el cielo de las izquierdas radicales de nuestro tiempo.
Desde su primera juventud hasta su asesinato, Rosa Luxemburg fue precisamente una de las más brillantes representantes de esta segunda corriente y una aguda polémica de la primera. Todos sus escritos, sean de los temas que sean, sólo se pueden comprender a partir de esta perspectiva apasionadamente crítica del reformismo.


El marxismo revolucionario de Rosa, la dialéctica y el problema del poder

En nuestra época, producto de varias derrotas populares, de las frustraciones de los experimentos del “socialismo real” y de la desbandada ideológica que los acompañó ha cobrado cierta notoriedad la peregrina idea de que los trabajadores y la gente de izquierda no deben aspirar a la toma del poder.
De la mano de varios pensadores posestructuralistas —Toni Negri es quizás el más famoso de todos ellos pero de ninguna manera el único— lo que sobrevuela es una visión política de tintes marcadamente reformistas. Una orientación encubierta que impregna dicho emprendimiento filosófico, pretendiendo labrar por decreto el entierro de la dialéctica, la defunción de todo sujeto revolucionario, el abandono de la lógica de las contradicciones explosivas y la cancelación de toda perspectiva de confrontación con el Estado por su carácter supuestamente “autoritario” o jacobino. Una vieja ilusión que sueña, “ingenuamente”, cambiar la sociedad... sin plantearse la revolución ni la toma del poder (John Holloway dixit). La verdad última de esta “novísima teoría” constituye desde nuestro punto de vista la legitimación metafísica de la impotencia política. El convertir la necesidad en virtud, la debilidad momentánea en un proyecto estratégico, un momento particular de la historia en una definición ontológica.
Esta legitimación ya no se hace en nuestros días apelando al lenguaje ingenuo de Juan B. Justo [fundador del Partido Socialista argentino a fines del siglo XIX, seguidor de E.Bernstein y J.Jaures, una de las cabezas de la socialdemocracia sudamericana a comienzos del siglo XX], o de cualquier otro socialista moderado de antaño. Se realiza a través de toda una nutrida serie de giros filosóficos, políticos, teóricos; que dan una y mil vueltas alrededor de la tradición marxista. El caso de Negri es muy expresivo en ese sentido .
Sin embargo, en el fondo, lo que está operando ahí es una vieja idea reformista según la cual no se puede concretar la revolución ni se puede luchar por el poder. Por eso, personas que provienen de la derecha de los medios de comunicación, o de sectores reaccionarios de la universidad, abrazan rápidamente esta literatura, sin mayores trámites. Quien no quiera ser desprevenido o “inocente” debería preguntarse por los motivos de tan súbita e inexplicable adopción.
Así, de este modo, se acusa a los revolucionarios que plantean la lucha estratégica por el poder, de “haberse quedado en el pasado”, de “estatalistas” (pensando que para los revolucionarios todo pasa, únicamente, por el Estado), de querer sustituir a la clase obrera, de “burocráticos”, “verticalistas”, “foquistas”, “partisanos”, “jacobinos”, “terroristas” y muchos otros adjetivos de idéntico tenor denigratorio...
El gran antecesor de esta literatura filosófica, que dialoga con el marxismo a condición de que éste abandone su perspectiva revolucionaria —en el terreno político— y se desprenda de una vez por todas de su metodología dialéctica —en la esfera filosófica— es precisamente un adversario de Rosa Luxemburg... Eduard Bernstein.
De todas las múltiples escuelas de pensamiento que arremetieron contra la lógica dialéctica, probablemente Eduard Bernstein haya sido quien más lejos vio las implicancias, no sólo teóricas o filosóficas, sino principalmente políticas que estaban presupuestas en la polémica sobre el vínculo de Hegel y Marx, entre la dialéctica y el marxismo.
Muchísimo antes que Toni Negri hiciera famosa la formulación, Bernstein había sostenido en su libro Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia (1899) que “con el sistema hegeliano culmina la evolución de la razón política del estado de policía iluminado en la edad de la Restauración”. Negri repite contra Hegel palabras casi textuales en su celebrado Imperio...
Quizás alguien que recién “se chocó”, de casualidad, con Negri en una librería o sus amigos le dijeron que hay que leerlo porque es “el último grito de la filosofía” o “descubrió” en algún diario de derecha que este pensador “superó al marxismo”, etc., etc., ni siquiera haya escuchado hablar de Bernstein...
¡Pero las críticas de Toni Negri a la noción de sujeto y su intento por extirpar del pensamiento marxista la dialéctica provienen de allí! ¡Son mucho más viejas de lo que se supone! Bernstein no había escuchado hablar de internet —él lo escribe en 1899, ni siquiera se había inventado la radio o la TV— y ya promovía el abandono de la dialéctica... Luego, el rechazo de la dialéctica que hace Negri nada tiene que ver con “la emergencia de Internet y las nuevas tecnologías” o alguna otra instancia de hipermodernidad, como se supone por allí. Responde a una lectura filosófica muchísimo más antigua que internet. Ni siquiera existían automóviles cuando se formuló...
Bernstein, quien no era ningún improvisado ni desprevenido, fue mucho más allá de la clásica crítica contra la dialéctica de Hegel que le atribuye conservadurismo prusiano. Con gran sagacidad este dirigente socialista alemán atribuía a la teoría de las contradicciones de lo que denominaba “la dialéctica radical hegeliana” la responsabilidad del “blanquismo” [corriente política de Auguste Blanqui], del “babuvismo” [corriente política de Graco Babeuf], del “voluntarismo”, de la concepción “conspirativa” y “demagógica” de “la revolución permanente”, del “terrorismo proletario” y de “la teoría que exalta el culto a la violencia en la historia”... En su pluma todas estas acusaciones, sin excepciones, iban dirigidas contra el marxismo revolucionario.
En un agregado (de 1920) a la segunda edición de su libro, Bernstein prolonga estas apreciaciones hasta incluir entre la “descendencia” política de la lógica dialéctica hegeliana también al bolchevismo (al cual se opuso como cabeza de los sectores más moderados y reformistas de la II Internacional).
Aunque gran parte de la obra de Bernstein hoy carece absolutamente de actualidad e interés para un lector contemporáneo, bien vale la pena releer sus críticas al método dialéctico (muy anteriores a las de Galvano Della Volpe o Luis Althusser, fuentes de las que se nutre Negri). Porque él, muy lúcidamente, vinculaba la dialéctica metodológica que Marx construye a partir de Hegel con esa concepción política que caracterizaba como “blanquista”, “terrorista”, “jacobina”... Mantenía por las posiciones radicales una antipatía y un desprecio que jamás disimuló.
Para Eduard Bernstein, lo “peligroso” del método dialéctico reside en que conduce directamente al socialismo revolucionario. No a una marxología, por nombrarla de algún modo, tímidamente académica e inofensiva, sino a un marxismo activista, praxiológico, radical y revolucionario, que enfoca toda su energía práctica y su pensamiento hacia la toma del poder.
Nietas de los añejos planteos de Bernstein, gran parte de las formulaciones contra la dialéctica y el marxismo revolucionario —definido como “jacobino”, “partisano”, “leninista” etc., etc., etc.— que se escuchan y se leen hoy en día también son hijas del eurocomunismo.
En una parte importante de Europa occidental, tras la derrota del 68 (a la que ellos contribuyeron, dando la espalda a toda rebelión que no controlaran), los antiguos partidos comunistas se van acercando paulatinamente a la socialdemocracia. La transición entre el viejo stalinismo y la socialdemocracia (el ex PC italiano —hoy Partido Democrático de Izquierda, PDS— es el gran emblema en este sentido), está dada por un período intermedio, que comienza en los ’70. Es la época —1974— cuando Enrico Berlinguer, secretario general del PC italiano, firma con la Democracia Cristiana un “compromiso histórico” para... no tomar el poder de Italia.
No casualmente, ésos son los años en los que cobran vuelo y se ponen de moda el posestructuralismo y el posmodernismo en el ámbito de la ideología. En política, la emergencia ideológica de estas corrientes acompañan el auge del eurocomunismo, signado por la renuncia a la lucha revolucionaria y a la toma del poder político. Todos los partidos eurocomunistas plantean algo que ya venía promoviendo, desde 1956, el PC de la URSS: “la transición pacífica al socialismo”. Aun cuestionando el liderazgo asfixiante del PC soviético, el eurocomunismo sigue fielmente su línea política. Cuestionan a quién lo dice pero no lo qué se dice. Se distancian del mensajero, pero se quedan con el mensaje.
¿La actual negativa a plantearse, siquiera como hipótesis u objetivo estratégico a largo plazo, la toma del poder político tiene su fuente en la experiencia del eurocomunismo? Creemos que sí, que entre uno y oro existen notables vasos comunicantes que tuvieron una fuerte repercusión en América Latina, particularmente durante el experimento chileno de la “vía pacífica al socialismo”.
Por ejemplo, cada 11 de septiembre, se cumple un nuevo aniversario de la derrota y asesinato en Chile de nuestro querido Salvador Allende. Un entrañable compañero que dio la vida por lo que pensaba. Un ejemplo para la juventud. Ahora bien, ¿la derrota del intento de realizar una “transición pacífica” al socialismo no nos deja ningún balance? ¿Se puede marchar hacia “otro mundo posible”, hacia una sociedad no capitalista, sin tomar el poder real de la sociedad, contentándose únicamente con determinados puestos en la administración del gobierno cuando no directamente algunas pocas localidades regionales? ¿La tragedia sangrienta de Chile, en 1973, no nos enseñó nada? ¿No deberíamos reflexionar acerca de ella?
Los capitalistas miran el mundo a nivel global (así operan...), pero prescriben para los anticapitalistas luchas fraccionadas, puntuales y microscópicas, sin ninguna coordinación orgánica ni articulación estratégica general...
Los empresarios y las firmas multinacionales manejan el poder político de los Estados, pero prescriben a los sectores anticapitalistas que se resignen a la IMPOTENCIA y no luchen por el poder político...
Rosa Luxemburg, en cambio, ubicaba en la toma del poder el problema central de la revolución y el núcleo estratégico de la transformación social. Gran parte de sus polémicas con el oportunismo, el parlamentarismo y el reformismo se comprenden a partir de ese énfasis indisimulado en la cuestión del poder. Desde ese ángulo, el pensamiento político de Rosa permite cortar amarras, tanto con el parlamentarismo institucionalista (que deposita toda sus energías en ganar dos o tres escaños en la maquinaria del Estado como si ésta fuera neutral) como con el anarquismo (y su derivado contemporáneo, el autonomismo, con su festejado rechazo de toda lucha política de alcance general) .
Nada mejor que recurrir a Rosa para rescatar la dimensión libertaria y rebelde del marxismo (que tan opacada estuvo durante el stalinismo) sin ceder al mismo tiempo a esa mezcla académica de jerga neoanarquista, ilusiones reformistas y fantasías encubiertamente liberales.
Si el socialismo autoritario, que de la mano del stalinismo tanto daño le causó a la revolución mundial, ya no convence a nadie ni enamora a ningún joven que tenga sangre en las venas, dicha mezcla académica seudoanarquista sí goza todavía de cierto “prestigio” y llegada en la juventud.
Las metafísicas “post”—que, dando barniz teórico al autonomismo, afloraron en Europa occidental después de la derrota de 1968— no hicieron más que girar y girar en torno a la pluralidad de relaciones cristalizadas y congeladas en su dispersión. Las enaltecieron en su carácter de singularidades irreductibles a toda convergencia política que las articule contra un enemigo común: la explotación generalizada, la subordinación (formal y real) y la dominación del capital. De esta manera, bajo la apariencia de haber superado por anticuada la teoría marxista de la lucha de clases en función de una supuestamente “radicalizada” teoría de la multiplicidad de puntos en fuga y una variedad de ángulos dispersos, lo único que se obtuvo como resultado palpable fue una nueva frustración política al no poder identificar un enemigo concreto contra el cual dirigir nuestros embates y nuestras luchas. Las metafísicas “post” elevaron a verdad universal, incluso con rango ontológico, la impotencia política de una época histórica determinada.
De esta manera, bajo el dialecto “pluralista” y pseudolibertario, se terminó recreando en términos políticos la añeja herencia liberal que situaba en el ámbito de lo singular la verdad última de lo real. De la mano de un argot neoanarquista meramente discursivo y puramente literario (que poco o nada tiene que ver con la combatividad de los heroicos compañeros obreros anarquistas que en Argentina, para dar un solo ejemplo, encabezaron las rebeliones clasistas de la Patagonia durante los años ’20 o en España durante los años ‘30) se termina relegitimando el antiguo credo liberal de rechazo a cualquier tipo de política global y de refugio en el ámbito aparentemente incontaminado de la esfera privada.
Con menos inocencia que en el siglo XVIII... ahora, este liberalismo filosófico redivivo —que se vale de la jerga libertaria únicamente como coartada legitimante para presentar en bandeja “de izquierda” viejos lugares ideológicos de la derecha— ya no lucha contra la nobleza ni contra la monarquía. Enfoca sus fusiles con el fin de neutralizar o prevenir toda tentación que apunte a conformar en el seno de los conflictos contemporáneos cualquier tipo de organización revolucionaria que exceda la mera lucha reivindicativa de guetto o el inofensivo poder local. Que muchos de los motivos ideológicos posestructuralistas, formalmente “neoanarquistas”, corresponden en realidad al liberalismo no constituye sólo nuestra opinión .
La gran diferencia entre la época y las polémicas en las que intervino Rosa contra el reformismo y los debates actuales entre marxismo revolucionario y posestructuralismo consiste en que en aquella época no se ponía en discusión la perspectiva del socialismo. Hoy en día sí. Antes había una divergencia en torno a los métodos, no a los fines. En nuestro presente lo que está en discusión es, primero que todo, si queremos y deseamos o no el socialismo. En segundo lugar, si para realizarlo hace falta o no una revolución, la toma del poder y un proyecto estratégico de alcance global, no meramente local o microscópico. En ambos planos la reflexión de Rosa es inequívoca. Únicamente con el socialismo se podrá construir un modo de vida y convivencia social más racional y humano. Para ello no hay otro camino que la toma revolucionaria del poder y la transformación permanente a escala global de la sociedad.
Rosa no albergaba ninguna ilusión en cambiar la sociedad eludiendo la cuestión de la toma del poder. Tampoco se puede ocultar a los ojos del pueblo trabajador la necesidad de responder a la violencia represiva del sistema —violencia de arriba— con la violencia popular —violencia de abajo—.
Sus análisis sobre el poder y la violencia en la historia jamás se limitaron a una cuestión meramente agitativa, consignista ni replegada en las mayores o menores oportunidades de una coyuntura. Sus análisis sobre la violencia y el poder no sólo forman parte medular de su estrategia política anticapitalista sino que también, y al mismo tiempo, constituyen un eje central de su lectura de la concepción materialista de la historia y su crítica de la economía política. No es casual ni caprichoso que Rosa haya profundizado en El Capital de Marx, despejando las lecturas brutalmente economicistas que se hicieron de esa obra, señalando en relación con la violencia que: “No se trata ya de la acumulación primitiva [originaria] sino de una continuación del proceso hasta hoy. [...] Del mismo modo que la acumulación del capital, con su capacidad de expansión súbita, no puede aguardar el crecimiento natural de la población obrera ni conformarse con él, tampoco podrá aguardar la lenta descomposición natural de las formas no capitalistas y su tránsito a la economía y al mercado. El capital no tiene, para la cuestión, más solución que la violencia, que constituye un método constante de acumulación de capital en el proceso histórico, no sólo en su génesis, sino en todo tiempo, hasta el día de hoy” .
Su conclusión es taxativa. Frente a quienes leían —y siguen leyendo— la obra magna de Marx como un simple tratado “rojo” de economía, donde la violencia, el ejercicio de la fuerza material y las relaciones de poder quedaban recluidas únicamente en los albores iniciales de la producción capitalista —durante la llamada “acumulación originaria”—, Rosa destaca que la violencia continúa en las fases maduras del desarrollo del capital. No sólo continúa..., ¡se profundiza!. No hay pues acumulación de capital —su objeto de indagación— sin violencia. No existe “economía pura” sin poder. No habrá pues superación del capital sin que el pueblo apele a una respuesta contundente frente a ese poder y esa violencia.
Rosa nos aporta una imprescindible y aguda mirada de la sociedad contemporánea que supera ampliamente las distintas fases y sucesivos reciclajes del viejo sueño reformista de “cambiar la sociedad sin tomar el poder”. Tanto en el caso de Bernstein (de principios de siglo), en el de la doctrina soviética de la “coexistencia pacífica” (de los años ’50 y ’60) y en el del eurocomunismo (de los 70) como en el de la moda académica actual.


El método dialéctico y la totalidad


Rosa Luxemburg es la mente más genial entre los herederos científicos de Marx y Engels
Franz Mehring

A pesar de su exasperante reformismo Bernstein tenía, paradójicamente, razón. La estrategia política del marxismo revolucionario es inseparable de sus puntos de vista metodológicos. Toda la obra de Rosa —donde se articulan sus reflexiones sobre el poder y sus investigaciones sobre el método— sirve para corroborar esa tesis de Bernstein.
Ninguna categoría ha sido más repudiada, castigada y desechada en las últimas décadas que la de “totalidad”. Las vertientes más reaccionarias del posmodernismo francés y del pragmatismo norteamericano han asimilado cualquier visión totalizadora con la metafísica. A ésta última la igualaron, a su vez, con el pensamiento “fuerte”, de donde dedujeron que en ese tipo de racionalidad se encuentra implícita la apología del autoritarismo.
De este modo han intentado desechar los grandes relatos y narrativas de la historia, todo proyecto de emancipación, la categoría de “superación” (aufhebung) y cualquier visión totalizadora del mundo.
Ahora bien, esa categoría tan vilipendiada —la de totalidad— es central en el pensamiento dialéctico de Rosa y en su crítica de la economía capitalista. Ella consideraba que el modo de producción capitalista constituye una totalidad. Nunca se puede comprender si se fragmentan cualquiera de sus momentos internos (la producción, la distribución, el cambio o el consumo). El capitalismo los engloba a todos en una totalidad articulada, según un orden lógico que a su vez tiene una dinámica esencialmente histórica. Por eso, cuando intenta explicar en las escuelas del partido (el SPD) el problema de “¿Qué es la economía?” dedica buena parte de su exposición a desarrollar no sólo las definiciones de la economía contemporánea sino particularmente la historia de la disciplina.
Esa decisión no era arbitraria. Estaba motivada por la misma perspectiva metodológica que llevó a Marx a conjugar lo que él denominaba el “modo de exposición” con el “modo de investigación”, dos órdenes del discurso científico crítico que remitían al método lógico y al método histórico. Para el marxismo revolucionario que intenta descifrar críticamente las raíces fetichistas de la economía burguesa no hay simple enumeración de hechos —tal como aparecen a la conciencia inmediata en el mercado, según nos muestran las revistas y periódicos de economía— sin lógica. Pero a su vez no existe lógica sin historia.
La categoría que permite articular en el marxismo la lógica y la historia es la de totalidad, nexo central de la perspectiva metodológica que Rosa aprendió de Marx (como bien se encargó de destacar con detalles Lukács en Historia y conciencia de clase). No importa si sus correcciones a los esquemas de reproducción del capitalismo que Marx describió en el tomo II de El Capital son correctas o no. Lo importante es el método empleado en ese análisis. Rosa quizás pudo equivocarse en algunas conclusiones de La acumulación del capital pero no se equivocó en emplear el método dialéctico.
Toda la reflexión de Rosa gira metodológicamente en torno a este horizonte. Reactualizar hoy ese ángulo nos parece de vital importancia, sobre todo si tomamos en cuenta que en el último cuarto de siglo se ha intentado fracturar toda perspectiva de lucha contra el capitalismo en su conjunto en aras de los “micropoderes”, los “microenfrentamientos capilares” y el poder local, etc, etc. Sin cuestionar la totalidad del sistema capitalista, cualquier reclamo y cualquier crítica al sistema se vuelven impotentes y pasibles de neutralizados.

Impulso revolucionario y burocracia sindical: los debates sobre la huelga de masas

Uno de los mayores equívocos que se han desplegado en torno a Rosa reside en su supuesto “espontaneísmo” y en la pretendida subestimación de la política que se encontraría en sus escritos. Particularmente en lo que atañe a los debates sobre la huelga de masas y la revolución rusa de 1905.
El debate sobre la huelga de masas se instala y comienza a circular en la literatura marxista de la II Internacional entre 1895 y 1896. Fue Parvus [Aleksandr Helfand] el primer publicista que encaró el tema de la huelga política vinculándolo a la discusión sobre el golpe de estado. Lo hace en una serie de artículos publicados en la revista teórica del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) a propósito de las amenazas golpistas de un general llamado V. Boguslawski. Más tarde, en 1902, se produce una huelga general política en Bélgica que demandaba sufragio universal e igualitario. Fracasó. La discusión sobre esta huelga constituyó la segunda etapa del debate sobre la huelga de masas. Participaron en él Emile Vandervelde, Franz Mehring y la misma Rosa. Hasta que sobrevino la primera revolución rusa contra el zar, que comenzó con la represión sangrienta del 22 de enero de 1905. Ese fue el disparador para el mayor aporte de Rosa a este debate, condensado en su obra Huelga de masas, partido y sindicatos, redactada en el exilio de Finlandia en agosto de 1906.
Adoptando como modelo de inspiración la naciente revolución rusa, Rosa interviene desde el comienzo poniendo en discusión la burocratización de los poderosos y al mismo tiempo impotentes sindicatos alemanes que le tenían auténtico pánico a la huelga general. Como en todo debate, no se entiende nada de las tesis de Rosa si se hace abstracción de con quien está discutiendo. El interlocutor de la polémica marca gran parte del terreno y la tonalidad de los argumentos en todo debate. Si no se sabe o directamente se desconoce el objeto de su polémica, entonces se puede construir una Rosa Luxemburg a gusto y piacere..., potable para cualquier cosa. Incluso para enfrentarla con el marxismo.
Pero ella era muy concreta, muy explícita, cuando señalaba que estaba polemizando contra: “los fantoches burocráticos que vigilan celosamente el destino de los sindicatos alemanes” .
Estos funcionarios de carrera, que hacía años habían abandonado la perspectiva de la revolución, temían más que a la muerte a la huelga de masas, pues les haría perder estabilidad en sus posiciones conquistadas en las negociaciones con las patronales y el Estado. Algo no muy distinto de lo que experimentó el sindicalismo burocrático europeo entre 1945 y comienzos del neoliberalismo y el latinoamericano desde mediados de los años ’30 hasta los primeros ’70. Porque convengamos que la supuesta “panacea” del Estado benefactor que todavía algunos añoran... garantizaba ciertas conquistas laborales a condición de mantener maniatada, neutralizada, institucionalizada y en última instancia reprimida la rebeldía colectiva y antisistémica de la fuerza colectiva de trabajo. Nunca como en la época del Estado de bienestar keynesiano se pudo observar la justeza de la fórmula gramsciana que define al Estado capitalista como la conjunción de la coerción y el consenso, la violencia y la hegemonía.
Pues bien, contra esa institucionalización y esa domesticación peleaba Rosa cuando defendía las virtudes políticas de la huelga de masas o huelga general política: “la huelga de masas, que fue combatida como opuesta a la actividad política del proletariado, aparece hoy como el arma más poderosa de la lucha por los derechos políticos” .
Contra quienes vociferaban que la huelga general destruiría los sindicatos, ella replicaba apelando al ejemplo empírico de la revolución rusa de 1905 argumentando que el movimiento sindical ruso es hijo de la revolución: “Del huracán y la tormenta, del fuego y de la hoguera de la huelga de masas y de la lucha callejera, surgen, como Venus de las olas, sindicatos frescos, jóvenes, poderosos, vigorosos” .
Falsamente se podría contraponer a Rosa contra Lenin, aún cuando entre ambos existieron matices diversos sobre este debate. Cuando Lenin en su famoso ¿Qué hacer? pone en discusión el culto a la espontaneidad y defiende la necesidad de superar la etapa económico-corporativa, defendiendo la conciencia socialista y la lucha ideológica, está discutiendo contra otro frente, totalmente distinto del de Rosa. En el caso de Lenin, la discusión del ¿Qué hacer? va por el camino de cuestionar la limitación economicista del movimiento socialista ruso, la limitación a tímidas reformas económicas y la restricción de toda perspectiva política a la coyuntura espontánea y artesanal del día a día. Sólo atendiendo concretamente a los interlocutores diversos contra quienes polemizaban Rosa y Lenin —ambos críticos del oportunismo y el reformismo— se puede comprender a fondo la perspectiva común que los unía, aun cuando, insistimos, no se pueden confundir ambos planteos revolucionarios en una identidad absoluta.
En ese sentido, no podemos olvidar que fue precisamente Lenin quien tomó abierto partido por Anton Pannekoek contra Karl Kautsky haciendo referencia al debate sobre la huelga de masas de 1912 . Entonces el máximo dirigente bolchevique señaló que: “Pannekoek se manifestó contra Kautsky como uno de los representantes de la tendencia «radical de izquierda» que contaba en sus filas a Rosa Luxemburg, a Carlos Rádek y a otros, y que defendiendo la táctica revolucionaria, tenía como elemento aglutinador la convicción de que Kautsky se pasaba a la posición del «centro», el cual, vuelto de espaldas a los principios, vacilaba entre el marxismo y el oportunismo. Que esta apreciación era acertada vino a demostrarlo plenamente la guerra, cuando la corriente del «centro» (erróneamente denominada marxista) o del «kautskismo» se reveló en toda su repugnante miseria. [...] En esta controversia es Pannekoek quien representa al marxismo contra Kautsky” . Una postura no muy distinta de la de Rosa... pues allí había cambiado el interlocutor de la polémica de Lenin. ¡Gravísimo, imperdonable y malintencionado error el de convertir el ¿Qué hacer? de Lenin en un manual pretendidamente anti-luxemburguista!
¿Cómo definía Rosa la huelga de masas? Como una conjugación de las luchas políticas y económicas, interpenetradas entre sí, no únicamente como una lucha meramente económica. Si se delimita estrictamente contra quien está discutiendo y se analiza en toda su complejidad su análisis de la huelga de masas como una huelga política se ve cuan lejos está de la realidad la contraposición dicotómica que se ha pretendido levantar entre la reflexión de Rosa y la de Lenin. Su razonamiento no va en contra de este último. De allí que Rosa afirmara lo siguiente: “Las huelgas políticas y las económicas, las huelgas de masas y las parciales, las huelgas de protesta y las de lucha, las huelgas generales de determinadas ramas de la industria y las huelgas generales en determinadas ciudades, las pacíficas luchas salariales y las masacres callejeras, las peleas en las barricadas; todas se entrecruzan, corren paralelas, se encuentran, se interpenetran y se superponen; es una cambiante marea de fenómenos en incesante movimiento. Y la ley que rige el movimiento de estos fenómenos es clara: no reside en la huelga de masas misma ni en sus detalles técnicos sino en las proposiciones políticas y sociales de las fuerzas de la revolución” . Rosa no subestimaba, pues, las instancias políticas en el desarrollo de la huelga de masas. Lo que ponía en discusión era la inercia del Partido Socialdemócrata Alemán y su burocracia sindical para encabezar la lucha. Al mismo tiempo, ella apelaba al espíritu revolucionario y a la iniciativa de las masas contra la pasividad del funcionariado partidario.
Aquellos debates en los que intervino Rosa no han quedado sepultados en el pasado ni le interesan únicamente a los historiadores del pensamiento socialista. Volver a pensar el nexo entre movimientos sociales y conciencia política socialista —así como también el rol frenador de las burocracias sindicales— a la luz de la lucha actual contra la globalización del capital, la ofensiva del imperialismo, la crisis del reformismo y de los pactos sociales del Estado de bienestar sigue siendo una tarea que tenemos por delante.

“Desde afuera” de la economía...
pero desde adentro de los movimientos sociales



Rosa Luxemburg, figura internacional y figura intelectual y dinámica, tenía también una posición eminente en el socialismo alemán. Se veía, y se respetaba en ella, su doble capacidad para la acción y para el pensamiento, para la realización y para la teoría. Al mismo tiempo era Rosa Luxemburg un cerebro y un brazo del proletariado alemán.
José Carlos Mariátegui
“La Revolución alemana” (20 de julio de 1923)

En cuanto a la controvertida relación entre “espontaneidad” y vanguardia, entre impulso popular espontáneo y organización revolucionaria consciente, podemos apreciar su apabullante actualidad.
Esta serie de interrogantes hoy reaparece con otro lenguaje y otro registro. No es ya el problema de la huelga de masas —que, insistimos, Rosa analizó a partir de la primera revolución rusa de 1905— sino más bien el de los movimientos sociales (la subjetividad popular) y su vinculación con la política. Aquí sus escritos, releídos desde nuestras inquietudes contemporáneas, tienen mucho para decirnos y enseñarnos.
La lectura de los trabajos de Rosa seguramente nos permitirá recuperar a Lenin de otra forma, despojado ya de todo el lastre dogmático que impidió utilizar el arsenal político del gran revolucionario bolchevique. Aquel a quien Gramsci no dudó en catalogar en sus Cuadernos de la cárcel como “el más grande teórico de la filosofía de la praxis”.
A partir de una comparación entre las posiciones de Rosa y de Lenin se puede entender que cuando este último hablaba de “llevar la conciencia socialista desde afuera” al movimiento obrero no estaba defendiendo una exterioridad total frente al movimiento social “espontáneo” sino una exterioridad restringida, tomando como marco de referencia la relación entre economía y política. Esto quiere decir que el “afuera” desde el cual Lenin defendía la necesidad de organizarse en un partido político socialista remitía a un más allá de la economía. ¿”Desde afuera” de dónde? Pues desde afuera de la economía, no desde afuera de la política ni de los movimientos sociales.
Lenin pensaba que de la lucha económica no surge automáticamente la conciencia socialista. De las reivindicaciones cotidianas no emerge una organización revolucionaria. Hay que trascender el estrecho límite de los conflictos económicos (reclamos de empleo o de subsidios para quienes no lo tienen; mayor salario, vacaciones, reducción de la jornada laboral, para quienes sí lo poseen) para alcanzar un punto de vista crítico del capitalismo en su conjunto. Si el pueblo se limita a reclamar únicamente reivindicaciones puntuales, tan sólo conseguirá remendar el capitalismo, mejorarlo, embellecerlo y sobrevivir en el día a día, pero nunca acabará con el sistema ni con su miserable condición.
Esto era lo que él pensaba y predicaba. Pero muchos creyeron que Lenin estaba defendiendo una política ajena a los movimientos sociales, completamente externa a las luchas cotidianas. Esta última deformación y caricatura del pensamiento de Lenin derivó en una concepción burocrática del partido encerrado en sí mismo, ciego y sordo al sentimiento y a la conciencia popular.
Ni Lenin ni Rosa —recordemos que los dos fundaron, cada uno en países distintos, organizaciones revolucionarias, Lenin el Partido Bolchevique, Rosa la Liga Espartaco y el Partido Comunista Alemán (KPD)— creían que el partido tenía que estar mirándose su propio ombligo o predicar desde “afuera” al movimiento social. Las organizaciones de las y los revolucionarios deben ser parte inmanente de los movimientos sociales (del movimiento obrero, del movimiento de mujeres, de los movimientos juveniles, de los movimientos de trabajadores desocupados, de los movimientos campesinos, de los movimientos de derechos humanos, etc.), nunca un “maestro” autoritario que desde afuera lleva una teoría pulcra y redonda que no se “abolla” en el ir y venir del movimiento de masas.
Entre el sentido común, la ideología “espontánea” del movimiento popular, y la reflexión científica, es decir, la ideología del intelectual colectivo, no debe haber ruptura absoluta. Cuando esta última se produce se pierde la capacidad hegemónica de los partidos y organizaciones de la clase trabajadora y crece la capacidad hegemónica del enemigo —la burguesía, los dueños del poder, el imperialismo— que cuenta en su haber con las tradiciones de sumisión, con las instituciones del Estado y, hoy en día, con el monopolio dictatorial de los medios de comunicación de masas.
De modo que las posiciones de Rosa y de Lenin —aunque con matices distintos, ya que probablemente ella ponía mayor énfasis en los movimientos y Lenin en el partido revolucionario— en última instancia serían complementarias e integrables en función de una difícil pero no imposible dialéctica de la organización política, entendida como consecuencia y a la vez impulsora del movimiento social.
¡La hegemonía socialista se construye desde adentro de los movimientos!. La conciencia de clase es fruto de una experiencia de vida, de valores sentidos y de una tradición de lucha construida que ningún manual puede llevar desde afuera pues se chocará indefectiblemente —como muchas veces ha sucedido en la historia— con un muro de silencio e incomprensión.

Sobre la revolución bolchevique y la filosofía política marxista

Su célebre folleto crítico sobre la revolución rusa fue publicado póstumamente con intenciones polémicas por Paul Levi —un miembro de la Liga Espartaco y del Partido Comunista alemán (KPD), luego disidente y reafiliado al Partido Socialdemócrata (SPD)—. Cabe agregar que Rosa cambió de opinión sobre su propio folleto al salir de la cárcel y participar ella misma de la revolución alemana. Sin embargo, aquel escrito fue utilizado para intentar oponer a Rosa frente a la revolución rusa y contra Lenin (de la misma manera que luego se repitió ese operativo enfrentando a Gramsci contra Lenin o al Che Guevara contra la revolución cubana). Se quiso de ese modo construir un luxemburguismo descolorido y “potable” para la dominación burguesa que poco tiene que ver con la Rosa de carne y hueso.
Al resumir sus posiciones críticas hacia la dirección bolchevique, cuya perspectiva revolucionaria general compartía íntimamente, Rosa se centró en tres ejes problemáticos. Les cuestionó la catalogación del carácter de la revolución, su concepción del problema de las “guerras nacionales” y la compleja tensión entre democracia socialista y dictadura proletaria.
Si bien es cierto que aquel escrito adolece de varias equivocaciones —como agudamente señaló György Lukács en su clásico Historia y conciencia de clase (1923)—, también resulta insoslayable que Rosa acertó al señalar algunos agujeros vacíos cuya supervivencia a lo largo del siglo XX generó no pocos dolores de cabeza a los partidarios del socialismo.
Rosa sí tuvo razón cuando sostuvo que sin una amplia democracia socialista —base de la vida política creciente de las masas trabajadoras— sólo resta la consolidación de una burocracia. Según sus propias palabras, si este fenómeno no se puede evitar, entonces “la vida se extingue, se torna aparente y lo único activo que queda es la burocracia”. En el caso del socialismo europeo la historia le dio, lamentablemente, la razón. No otra fue la conclusión del mismo Lenin al final de su vida, tanto en el diario de sus secretarias como en sus últimos artículos donde enjuiciaba el creciente aparato de estado y su progresivo alejamiento de la clase trabajadora.
La necesaria vinculación entre socialismo y democracia política y los riesgos de eternizar y tomar como norma universal lo que era en realidad producto histórico de una situación particular de guerra civil, es decir, el peligro de hacer de necesidad virtud en el período de transición al socialismo, constituye uno de los ejes de su pensamiento que probablemente más haya resistido el paso del tiempo. Ninguna revolución socialista del futuro podrá hacer caso omiso de las advertencias que Rosa formuló contra las deformaciones autoritarias y burocráticas del socialismo.
Pero sus reflexiones no sólo atañen a una experiencia puntual como la tragedia histórica que experimentó ese heroico asalto al cielo encabezado por los bolcheviques del cual todavía hoy seguimos aprendiendo. Tienen un alcance más general en el terreno de la filosofía política.
Si la pregunta básica de la filosofía política clásica de la modernidad se interroga por las condiciones de la obediencia al soberano, el conjunto de preguntas del marxismo apuntan exactamente a su contrario. Desde este último ángulo lo central reside en las condiciones que legitiman no la obediencia sino la insurgencia y la rebelión; no la soberanía que corona al poder institucionalizado sino la que justifica el ejercicio pleno del poder popular. Antes, durante y después de la toma del poder.
Allí, en ese terreno nuevo que permanecía ausente en los filósofos clásicos de la teoría del derecho natural contractualista del siglo XVIII, en Hegel y en el pensamiento liberal del siglo XIX, es donde la teoría política marxista en la que se inscribe Rosa ubica el eje de su reflexión. En ese sentido, el socialismo no constituye el heredero “mejorado” y “perfeccionado” del liberalismo moderno, sino su negación antagónica.
Si hubiera entonces que situar la filiación que une la tradición política iniciada por Marx y que Rosa Luxemburg desarrolló en su espíritu —contradiciendo muchas veces su letra— a partir de la utilización de su misma metodología, podríamos arriesgar que el socialismo contemporáneo pertenece a la familia libertaria y democrática más radical. Opositor y enconado polemista contra el liberalismo, al mismo tiempo es —o debería ser— el heredero privilegiado de la democracia directa teorizada por Juan Jacobo Rousseau.
Desde esta óptica —bien distinta al autoritarismo burocrático de quienes legitimaron los “socialismos reales” europeos— se tornan inteligibles los presupuestos desde los cuales Rosa Luxemburg dibujó las líneas centrales de su crítica a los peligros del socialismo burocrático.



Socialismo o barbarie, algo más que una consigna...

Cuando Rosa termina de cortar sus vínculos, ya no sólo con el oportunismo reformista de Bernstein sino también con la tradición determinista “ortodoxa” de Kautsky (ambos máximos exponentes de la II Internacional) formula una disyuntiva célebre y famosa, que hoy tiene absoluta actualidad: “Socialismo o barbarie”. Ésta última resume seguramente lo más explosivo de su herencia y lo más sugerente de su mensaje para el socialismo del siglo XXI.
No se trata de una simple consigna de agitación. Presupone una ruptura radical con todo un modo de comprender la historia y la sociedad (en el cual ella misma había creído hasta ese momento, pues sus escritos anteriores se encuentran plagados de referencias a la “necesidad histórica” y a la supuesta “inevitabilidad” de la crisis económica del capitalismo, de la huelga de masas proletaria, de la revolución y del socialismo).
Inserta en su “folleto de Junius” (La crisis de la socialdemocracia, 1915), esa síntesis histórica resulta superadora del determinismo fatalista y economicista asentado en el desarrollo imparablemente ascendente de las fuerzas productivas. Allí se inscribe la ruptura epistemológica que en el seno de la tradición marxista abre esta disyuntiva formulada por ella. Según el fatalismo determinista, durante décadas considerado la versión “ortodoxa” y oficial del marxismo, la sociedad humana marcharía de manera necesaria, ineluctable e indefectible hacia el socialismo. La subjetividad histórica y la lucha de clases no jugarían ningún papel. A lo sumo, podrían acelerar o retrasar ese ascenso de progreso lineal, “final feliz” asegurado de antemano por el advenimiento del comunismo al final de la prehistoria humana.
Pero en plena guerra mundial Rosa rompe con ese dogma y plantea que la historia humana es contingente y tiene un final abierto, no predeterminado por el progreso lineal de las fuerzas productivas (ese viejo grito moderno y secularizado del más antiguo “¡Dios lo quiere!”, tal como irónicamente afirmaba Gramsci). Por lo tanto, el futuro sólo puede ser resuelto por el resultado de la lucha de clases. Podemos ir hacia una sociedad desalienada y una convivencia más racional y humana, el socialismo; o podemos continuar hundiéndonos en la barbarie, el capitalismo. Ambos horizontes de posibilidades permanecen potencialmente abiertos. Actualizar uno u otro depende del accionar humano.
Cuando hoy hablamos de “barbarie” estamos pensando en la barbarie moderna, es decir, la civilización globalizada del capitalismo. Nunca hubo más barbarie que durante el capitalismo moderno. Como ejemplos contundentes pueden recordarse el nazismo alemán con sus fábricas industriales de muerte en serie; el apartheid sudafricano —régimen político insertado de lleno en la modernidad blanca, europea y occidental— o los regímenes militares de contrainsurgencia de Argentina y Chile, que realizaron durante la década del ‘70 un genocidio burocrática y mecánicamente planificado aplicando torturas científicas y dejando como secuela decenas de miles de desaparecidos.
Mucho antes de que todo esto sucediera, Rosa había advertido el peligro que se abría ante nosotros. Lúcidamente había identificado la ecuación histórica que marcó y sigue marcando el ritmo de los tiempos actuales:
[capitalismo “civilizado” = barbarie]


Socialismo marxista y teología de la liberación

Otro de los ámbitos polémicos donde Rosa incursionó con notable agudeza fue en la compleja y aún irresuelta relación entre socialismo y religión.
Sabido es que en la “ortodoxia” de la II Internacional —de la cual fue una clara continuación filosófica el materialismo dialéctico [DIAMAT] de la época stalinista— el marxismo era concebido como una ciencia “positiva” análoga a las naturales, cuyo modelo paradigmático era la biología.
Desde esos parámetros ideológicos no resulta casual que se intentara trazar una línea ininterrumpida de continuidad entre los pensadores burgueses ilustrados del siglo XVIII y los fundadores de la filosofía de la praxis. En ese particular contexto filosófico-político, la religión era concebida —en una lectura apresurada, sesgada y unilateral del joven Marx (1843)— simplemente como el “opio del pueblo” (una expresión que Marx utilizó, efectivamente, pero que no tiene el sentido simplista que habitualmente se le atribuye).
Aun educada inicialmente en esa supuesta “ortodoxia” filosófica —con la cual romperá amarras alrededor de 1915— Rosa Luxemburg se opuso a una lectura tan simplificada del materialismo histórico en torno al problema de la religión.
Ante el estallido en 1905 de la primera revolución rusa, Rosa escribió un corto y apretado folleto sobre “El socialismo y las iglesias”. En él, como parte de los socialistas polacos, cuestiona el carácter reaccionario de la iglesia oficial que intentaba separar a los obreros del socialismo marxista, manteniéndolos en la mansedumbre y la explotación (una historia bien conocida en América Latina). Hasta allí su escrito no se diferenciaba en absoluto de cualquier otro de la época de la II Internacional.
Pero al mismo tiempo —y aquí reside lo más notable de su empeño— intenta releer la historia del cristianismo desde una óptica historicista. Así afirma que “los cristianos de los primeros siglos eran comunistas fervientes”. En esa línea de pensamiento reproduce largos fragmentos que resumen el mensaje emancipador de diversos apóstoles como San Basilio, San Juan Crisóstomo y Gregorio Magno.
De ese modo Rosa retoma el sugerente impulso del último Engels, quien en el prólogo de 1895 a Las luchas de clases en Francia no había tenido miedo de homologar el afán cristiano de igualación humana con el ideal comunista del proletariado revolucionario. Engels ya lo había hecho mucho antes en Las guerras campesinas en Alemania, donde a la visión burguesa de Martín Lutero opone el rescate del cristianismo revolucionario de Tomas Münzer. Una lectura cuya tremenda actualidad no puede dejar de asombrarnos cuando —en América Latina y en otras partes del mundo— grandes sectores populares religiosos se rebelan contra el carácter jerárquico y autoritario de las iglesias institucionales para asumir una práctica de vida íntimamente consustanciada con el comunismo de aquellos primeros cristianos.


El asesinato de Rosa

El que se quedara con las masas y compartiera su destino cuando la derrota del
levantamiento de enero —claramente prevista por ella misma hace
años en el plano teórico, y también claramente en el momento mismo de la acción—,
es tan directa consecuencia de la unidad de la teoría y de la practica en su conducta
como el merecido odio mortal de sus asesinos, los oportunistas socialdemócratas.
György Lukács: Historia y conciencia de clase


El 9 de noviembre de 1918 (un año después del levantamiento bolchevique de Rusia) comenzó la revolución alemana. Fueron dos meses de agitación ininterrumpida. Luego de una huelga general, los trabajadores insurrectos —dirigidos por la Liga Espartaco— proclamaron la República y se constituyeron consejos revolucionarios de obreros y soldados. Mientras Kautsky y otros socialistas se mostraron vacilantes, el grupo mayoritario en la socialdemocracia alemana (comandado por Friedrich Ebert [1870-1925] y Philipp Schleidemann [1865-1939]) enfrentó con vehemencia y sin miramientos a los revolucionarios.
Tal es así que Gustav Noske [1868-1947], miembro de este grupo (el SPD), asumió como Ministro de Guerra. Desde ese puesto y con ayuda de los oficiales del antiguo régimen monárquico alemán, organizó la represión de los insurrectos espartaquistas. Mientras tanto, el diario socialdemócrata oficial Vorwärts [Adelante] publicaba avisos llamando a los Freikorps —“cuerpos libres”, nombre de los comandos terroristas de derecha— para que combatieran a los espartaquistas, ofreciéndoles “sueldo móvil, techo, comida y cinco marcos extra”.
El 15 de enero de 1919 Carlos Liebknecht y Rosa Luxemburg son capturados en Berlín por la enfervorizada tropa de soldados. Horas más tarde son salvajemente asesinados. Poco después, León Jogiches (1867-1919), compañero de amor y militancia de Rosa Luxemburg durante muchos años, es igualmente asesinado. El cuerpo de Rosa, ya sin vida, es arrojado por la soldadesca a un río. Su cadáver recién se encontró en mayo, cinco meses después.
La responsabilidad política que la socialdemocracia reformista tuvo en el cobarde asesinato de Rosa Luxemburg y sus compañeros ya ningún historiador la discute. Ese acto de barbarie ha quedado en esa tradición como una mancha moral que difícilmente se borre con el tiempo.
Pero la memoria insepulta de Rosa, su pensamiento marxista, su ética revolucionaria y su indoblegable ejemplo de vida, continúan vivos. Entrañablemente vivos. En el puente donde sus asesinos arrojaron su cuerpo al agua siguen apareciendo, periódicamente, flores rojas. Las nuevas generaciones, metidas de lleno en la lucha contra el capital globalizado, no la olvidan.
Después del ocaso del stalinismo y de la crisis del neoliberalismo, y ante la degradación política, ideológica y moral de toda la gama de reformismos contemporáneos recuperar a Rosa se torna una tarea impostergable. Ella representa el corazón rojo del socialismo, la garantía de que la bandera de la rebelión a escala mundial no se manche por el gris mediocre de la burocracia ni por el amarillo tímido del reformismo. ¡Volver a Rosa se ha tornado urgente! Tan urgente como recuperar la herencia insumisa y rebelde de los bolcheviques, del Che Guevara, de Mariátegui, de Gramsci, del joven Lukács y de todo el marxismo revolucionario acumulado por las generaciones que nos precedieron. Sin contar con esa inmensa experiencia de lucha y toda esa reflexión previa el pensamiento radical de nuestros días terminará fagocitado, neutralizado y cooptado por la trituradora de carne de las instituciones que garantizan y reproducen la hegemonía del capital.

2005-06-17

Alexandre Koyré. Los materialismos en la historia de las ciencias y la filosofía

1. Koyré y el Materialismo
2. El materialismo platónico y aristotélico
3. El materialismo espiritualista
4. El materialismo renacentista
5. El materialismo y la epistemología del siglo XVII
6. Las matemáticas y el materialismo: La nueva Física
7. La cuestión de las condiciones exteriores


Koyré y el Materialismo

En la historia ha habido muchos materialismos. No siempre advertimos la significación de esto. Gastón Bachelard hizo el estudio de revisión conceptual en filosofía de la materia más importante del siglo XX., en su estudio llamado "El materialismo racional", publicado en 1949. Ese trabajo de Bachelard complementa y prolonga una dimensión de la filosofía de las ciencias en la que había trabajado, y lo seguiría haciendo hasta el fin de sus días Alexandre Koyré.

Alexandre koyré trabaja cuanto menos con cuatro materialismos, que se hallan insertos en diversas filosofías de la naturaleza y en distintas ontologías. El concepto de materia evidencia a través de los estudios de Koyré un temblor netzscheano, una revisión de las actitudes mentales, y si se quiere, una revolución epistemológica. La filosofía y la ciencia relativa a la materia ha tenido importantes cambios, a tal punto que se justifica plenamente el reclamo de Bachelard al decir que "los filósofos han tratado a la materia como una anti-forma, la nada de la forma. Y como para ellos la forma es ser, la materia resulta finalmente el no-ser. En otras concepciones del idealismo ingenuo, la materia es un receptáculo de irracionalidades no definidas, no definibles, no situadas, de irracionalidades sin preámbulo alguno de racionalidad. O bien todavía la materia es un fondo indiferenciado que aguarda las potencias diferenciantes de la acción humana."1

Gastón Bachelard es un filósofo de las ciencias que sin dudas también puede ser considerado un historiador. Es la situación inversa a la de Koyré, discontinuista como Koyré, pero de otro estilo filosófico. Bachelard ha tenido como proyecto realizar una historia de las ciencias anacrónica, es decir, situarse de tal manera que toda visión del pasado aparezca teñida de las verdades nuevas del espíritu científico. Para Bachelard, es indudable que "El pensamiento científico reposa sobre un pasado reformado. Está esencialmente en estado de revolución continua"2. Bachelard se sitúa en el polo anacrónico de la antinomia. Es por eso que uno de los últimos materialismos, el que sobreviene hacia 1800 con Lavoisier, es el que guía la mayor parte de sus estudios sobre el materialismo. Bachelard va hacia los alquimistas del renacimiento para producir cuatro efectos: un de ellos es devolver la memoria a la historiografía positivista, el segundo es evidenciar la incompatibilidad de la naturaleza que implican, el tercero, sacudir el concepto substancialista de la filosofía de la materia y el cuarto poner en cuestión el criterio de racionalidad en las ciencias y la filosofía, abriéndolo a la intuición de la durée, los símbolos y un psicoanálisis del conocimiento objetivo.

Alexandre Koyré no desconocía los estudios de Bachelard, como lo demuestra una temprana referencia a su obra en las primeras páginas de sus Etudes Galileenes3. Así como Koyré prefiere una teoría errónea a un estadio preterorético, Bachelard sostenía que los comienzos son falsos comienzos, sabiendo que las preguntas primeras, metafísicas, dejan lugar a las preguntas científicas, mejor formuladas, que desplazan a las primeras. Pero su actitud metodológica, su filosofía de arte contextualista, quería develar los arcanos del pasado afectando lo menos posible la permanencia situada en algún mundo posible de los antiguos materialismos. Si trasladáramos el problema a la socioantropología, encontraríamos que Bachelard es un etnocéntrico o sociocéntrico, cuyo punto de referencia es la actualidad científica, que proyecta su cultura en las sociedades estudiadas, y Koyré un antropólogo diltheyano que se aclimata en las etnias (históricas) que recorre. Pero sería una muy mala caricatura ya que ambos conocían muy bien las dificultades con que se encontraban al deconstruir el trazo positivista y continuista de la historia de las ciencias. El discontinuismo bachelardiano llega a problematizar la racionalidad heredada por la zietgeist de su época, mientras que Koyré no dudó en la unidad de la razón humana aún en la diversidad de sus manifestaciones científicas, filosóficas, religiosas y aún artística, compartiendo la tesis respectiva de su colega y amigo Emile Meyerson en Identité et Realité4. Mentalidades como las de Bachelard y Koyré no son frecuentes. Y sin embargo el desarrollo del pensamiento científico que desplaza el pensamiento simbólico parece ser uno de los signos epocales inequívocos de la modernidad. El pensamiento simbólico mítico-mágico y religioso, por el contrario, traza los signos de la postmodernidad, e lo que muchos ven más una pre-modernidad que una "post"-modernidad. Como propuso Lyotard, si se trata de rescribir la modernidad mentalidades como las de Koyré y Bachelard desarrollaron filosofías posibles, actitudes mentales posibles para interpretar y actuar estos fenómenos, Es por ello que al leer a Koyré encontramos diversos materialismos, que van desde el naturalismo, hylozoísta, relatado especialmente en "Mystiques, Spiritualls et Alchimistes" al realismo matemático de Platón y Demócrito, en "Histoire de la Pensée Scientifique" y desde la espiritualización de la materia en Kepler y Boheme hasta el descubrimiento de la nada y el vacío, lo finito y lo infinito, en las cosmologías del siglo XVII, junto a las leyes de una nueva Física, por Galileo, Descartes, Newton y Borelli.

El materialismo platónico y aristotélico

El materialismo de la filosofía clásica verdaderamente antigua que Alexandre Koyré más toma en cuenta es el de Aristóteles. También se refiere a Demócrito. Pero el debate analítico epistemológico se produce en Estudios Galileanos, en el que Koyré contrapone, como ya lo había hecho el propio Galileo, a éste con Aristóteles. Son dos materialismos, terciados a veces con un materialismo místico surgido de la metafísica del cristianismo. El materialismo aristotélico tiene características muy especiales, Después del trabajo de Koyré en Estudios Galileanos, Thomas Khun trató de realizar una relectura comprensivista de la Física de Aristóteles, produciendo innumerables problemas metodológicos y de orden ontológico para compatibilizar el pensamiento aristotélico con los estándares de intersubjetividad que la Física post-newtoniana ha producido, Koyré nos dice muy explícitamente que se trata de dos materialismos.

Aristóteles no es infinitista, sino finitista. Allí hay una distinción relevante. El concepto de movimiento de los cuerpos (aristotélicos) no está producido por fuerzas exteriores. Aristóteles traza un mapa cosmológico en el que el movimiento es solamente sublunar, mientras que en el cosmos supralunar se halla el éter y las estrellas fijas. El mundo material aristotélico dispone del concepto de lugar natural que traduce una concepción de orden estático5. Además, la herencia platónica de que la forma determina a la materia se halla metafísicamente concordante con la idea de lugar natural. La materia de la Física aristotélica no admite la acción a distancia, dificultoso concepto que contradice ciertas intuiciones de sentido común con realismo precientífico6. En el mundo material aristotélico no encuentra sentido la noción de vacío, ni la de que pudiera admitirse movimiento alguno en el vacío.

El materialismo aristotélico, en términos de sus razonamientos físicos, tiene ideas que otros filósofos compartieron, aún en los tiempos que las periodizaciones históricas han dado en llamar modernos. Tal es el caso del movimiento que Aristóteles llamaba "antiperistático", según el cuál, un móvil cualquiera es movido si el motor penetra en su lugar7. Quizás la física cartesiana retuviera un sentido similar al pensarse como una física del pleno y del continuo, en la que todo depende de todo, y todo actúa instantáneamente sobre todo.

El materialismo aristotélico no deja lugar a una epistemología integrada de física y Geometría. En lo tocante a su explicación de la conservación del movimiento hay que pensarlo sin distinguir velocidad de aceleración, y, según la interpretación de Thomas Khun, a veces torna indiscernible la noción de cambio con la de movimiento, Por lo demás, para explicar la continuidad del desplazamiento de un móvil, Aristóteles decía que el medio –acuático o aéreo- le proporcionaba también movilidad "empujando" al móvil. De esta manera, tampoco podía distinguirse la resistencia del motor. La pesantez de los cuerpos tiene en Aristóteles una significación absoluta y no relativa. La materia aristotélica, es solidaria de la forma, pero la forma no es solidaria de la cantidad sino de la cualidad. El materialismo aristotélico no es, en fin, cuantitativo. Un materialismo que no está desvinculado de la metafísica. Y allí, los conceptos de potencia y acto, substancia y accidente, esencia y existencia, causa y efecto, y materia y forma, conforman una filosofía de la materia que, aunque antigua no por eso menos perdurable. Una materia particularmente filosófíca, según la ironía bahelardiana, es decir, un materialismo superficial, que se queda en medio de imprecisiones y generalidades, un materialismo que no ha aprendido a distinguir ni a medir y calcular, fundado en intuiciones tan accesibles como engañosas. Un materialismo que la modernidad galileana tornaría anticientífico. Pero la materia había obtenido de "las potencias diferenciantes de la razón humana" sus registros de intensidad, sus indicadores ontológicos. Esta materia permanece tanto en la lejanía epistemológica como en la cercanía dialéctica: tanto el cristianismo como los renacentistas nos ofrecen materialismos diferentes, que tornan sin embargo, conceptos aristotélicos.

El materialismo espiritualista

En un libro sumamente interesante, y que ha sido ocas veces referido dentro de nuestro conocimiento, excepto por Gérard Jorland, que Koyré publicó con el título de "Mystiques, Spirituels, Alchimistes du XVIe. Siècle alleamand", encontramos estudios de cierta clase de materialismo muy poco estudiado o conocido, de tinte místico y teosófico, con cosmologías impregnadas de naturalismo hilozoísta. Este libro, en el que Koyré despliega una antropología -como se manifiesta también en su estudio sobre Spinoza y Hegel- y una teoría del conocimiento, se sitúa en un materialismo post-aristotélico a la vez que mecanicistas y organicistas se aproximan formando compuestos teóricos interrelacionados, dejan ver claramente su independencia de Newton y Pasteur, es decir de otros materialismos posteriores. El cristianismo es un fenómeno histórico y mitológico, en el que incluso su mitología se presenta como transhistórica. "Habría pues, en la historia, un suceso histórico y transhistórico. Kerkegaard ha percibido bien lo que semejante afirmación puede tener de intolerable. La verdad eterna ha aparecido en el tiempo, escribía él. Esa es la paradoja. Y aún más lo absurdo es que la verdad eterna se ha manifestado en el tiempo, que Dios ha aparecido, que ha nacido, crecido, etc., que ha aparecido como un hombre que n puede distinguirse de otro hombre"8. La perplejidad de los historiadores y los filósofos es incesante. ¿Cómo puede haber surgido lo eterno en el tiempo? se preguntan Kerkegaard y Gusdodrf. ¿No es ése el mayor absurdo? El cristianismo trajo muchos cambios en la historia, sin dudas. Retendremos por el momento sólo dos aspectos: el concepto de creación ex nihil, y un nuevo materialismo. Alexandre Koyré explora esas dos dimensiones de muchas maneras, y ese es un aspecto clave de su obra, junto al concepto de infinito. Koyré no se queda con el tiempo histórico solamente. Ni siquiera con el tiempo histórico internalista, o discontinuista. Koyré hace intervenir, vale decir, recoge lo que hay de filosófico en la historia, y hace intervenir la eternidad en la historia. Esto es, cierta forma de transhistoria, o de meta-historia.

La eternidad no puede estudiarse sin las ideas filosóficas, mitológicas, religiosas. No surgen fácilmente de las ciencias. Si el materialismo aristotélico y platónico emplea la inteligibilidad del cosmos y el caos, lo que podemos llamar el materialismo cristiano hace intervenir una relación de la materia y el espíritu, del alma y el cuerpo, de lo temporal y lo eterno, conformando una cosmovisión, una weltanschauung nueva. Jesús Cristo implica nuevas filosofías, nuevas relaciones entre el hombre, la naturaleza, el espíritu y Dios. Un problema que los teólogos han discutido, concerniente a la naturaleza del cuerpo de Cristo nos revela que, aún cuando los misterios de la fe se impongan al espíritu lógico de la razón, las ideas respecto a la materia provenientes del aristotelismo y de los presocráticos iban a quedar conformando una constelación de sentido, una ipisteme diferente. Alexandre Koyré trata el debate entre monofocistas y nestorianos, respecto a la naturaleza del Cuerpo de Jesús. Para los filósofos constituye un interrogante aceptar la muerte y resurrección de Jesús sin considerar sobre la naturaleza inmortal o mortal del Cuerpo de Jesús.

Los monfocistas sostuvieron que hay una sola naturaleza material en Jesús, mientras que los nestorianos consideraron que su naturaleza material es doble (dificismo) debido a que una de ellas es inmortal y otra mortal. Puede parecernos extravagante la controversia, e incluso también extravagante que Koyré se haya ocupado de ella9. Sin embargo, nos parece sumamente interesante la situación filosófica por algunos motivos que no han sido, a nuestro parecer, considerados suficientemente. El materialismo del cristianismo es, sin dudas, un materialismo espiritual en el que incluso la Materia es el Espíritu. Lo es al menos para el rito que consagra la Eucaristía. Pero más aún, lo realmente interesante, es que considerando a Jesús de una naturaleza afín a los hombres, hay allí una antropología que establece ideas nuevas en relación con la materia, la naturaleza, el alma y el espíritu. En sus versiones más helenísticas, el Cristo es el Cristo-Logos10. Pero el materialismo surgido de la aparición de Jesús en la historia n es igual a ningún otro materialismo. En términos epistemológicos, hasta sociológico, que la naturaleza de la materia pueda asimilarse, por lo menos en Jesús, a la inmortalidad, idea socrática y platónica, nos hace pensar en que la eternidad del cosmos, es decir, de la materia regida por un orden que la filosofía y la ciencia indagan, se torna inmortal a través de la revelación, mitológica o fideística. Es como si la materia tomara consciencia de su eternidad a través de la eternidad de Dios. Por lo tanto, la naturaleza y también la ontología, se revela como más cercana al hombre, Que Dios sea un deus agsconditus, o más allá de las atribuciones con que lo caracteriza la teología y la metafísica, o bien que se manifieste en hierofanías y kratofanías11 o a través de la revelación12, no hace más que establecer una combinación entre espíritu, naturaleza y materia. Por lo tanto Paracelso, Sebastien Franck, Caspar Schwenkfeld y Sebastien Weigel tienen un materialismo espiritualista, y una filosofía de la naturaleza hilozoísta. Alexandre Koyré, que conocía los materialismos que le seguirían, a partir del siglo XVII. La creación estaba aceptada por místicos protestantes y católicos, como lo estuvo antes por las primeras comunidades cristianas y los agustinianos. El mundo mismo era Dios, según algunas cosmovisiones. El propio Nicolás Copérnico llamaba al universo "Dieu visible"13, en una fuerte imagen que concierne al Creador, a la Creación, y al Hombre. La eternidad estaba en el mundo, junto con el tiempo. Paracelso, a quien Koyré no consideró idealista, sino un cierto tipo de realista, recordaba que el hombre había sido creado de la materia. Luego, el conocimiento de la materia, de las analogías del macrocosmos y el microcosmos, de los symptomes signatures14, era el conocimiento filosófico de los metales y minerales a la vez que de los procedimientos de purificación, buscando sus virtudes y fuerzas dinámicas curativas. . . . . . . . . . .

Hombre reemplaza el tiempo natural a través de la industria, "acelerando los procesos". De esta manera el hombre arrebata el tiempo natural, se lo apropia, pero pierde la eternidad en el desencanto de la historia. Alexandre Koyré se refiere a ese mismo acontecimiento en "Del univers del á peu près a L’univers de la precisión". Pero no hay tal "desencanto" en el tono de su ensayo. La idea de tiempo de la naturaleza en Mircea Elidae parece prefijada, de manera apriorística, estática y como si el tiempo natural no fuera él mismo, móvil. La idea de que el tiempo natural es evolutivo supone un cambio de perspectiva: la naturaleza no es "propietaria" del tiempo, en todo caso, el hombre, aún siendo espíritu, es también naturaleza, y participa del tiempo con los procesos naturales. Hay, sin embargo, la idea de un tiempo otro, irreductible a los procesos de aceleración "industriales".

Pero un problema persistía: Si el mundo había sido creado... ¿Por qué el tiempo? ¿Por qué la evolución? La evolución es una idea quizás inevitablemente ligada al siglo XIX. ¿Cómo comprendían al tiempo hacia el siglo XVI, cuando no se representaban todavía a la naturaleza, al universo material, como regido por leyes? ¿Cuándo predominaba el mundo del "á-peu-près" y no el universo de la precisión?. Asombrosamente, resulta tan artificial preguntarle al pasado histórico por su propia comprensión del tiempo histórico, como contradictorio para Kierkegaard y Gusdorf admitir el ingreso de lo transhistórico en la historia, de la eternidad en el tiempo. Pero como siempre admitió Koyré, el tiempo es dialéctico15. En sus estudios sobre Hegel Koyré elabora la noción dialéctica del tiempo. En cierta forma, Koyré elabora su concepto del tiempo tomándolo de Hegel, y contraponiéndolo al tiempo categorial kantiano. En Hegel encontrará algo más que en sus estudios analíticos sobre el concepto del continuo. En su ensayo sobre Zenón dice que "No es ciertamente un comienzo de explicación o de solución tratar el tiempo y el espacio como "subjetivos" o como "apercepciones puras", etc. Que ellos sean reales o subjetivos, in intellectu ou extra intellectum, el problema queda igual. Pues justamente la manera en que nosotros nos representamos el tiempo y el espacio sin poderlos comprender es lo que nos deja estos problemas: es la idea de continuo que nosotros no podemos asir".15a

La idea de evolución que Koyré inserta en su reflexión a propósito de Paracelso, es donde sitúa su pregunta por el tiempo. Su pregunta es una de las más importantes de toda su filosofía de las ciencias. Y con variaciones, se encuentra en sus estudios sobre Hegel, sobre Galileo, sobre Newton, sobre Zenón. Sus más profundos y complejos conceptos de evolución intemporal, de temporalidad ahistórica, y de devenir intemporal están allí. Todavía en su lectura de Hegel, Koyré referirá los tres momentos como Nacimiento, Muerte y Resurrección, según una idea de Jean Whal. ¿Por qué esa mitología? Si como Agustín describía la psyque como Memoria, Atención y Expectación, cabe pensar que Koyré encontraba en la mitología y en la metafísica una Antropología. Desde este punto de vista, el antropocentrismo (que posteriormente a los estructuralísmos, y elaborado el concepto, comenzó a llamarse principio antrópico) dejó cabida a una suerte de reabsorción de la producción cultural simbólica. La teosofía de los filósofos nos permite comprender mejor su filosofía de las ciencias. Tal vez, así como la ciencia de los antiguos puede resucitar, al menos del Leteo del olvido, y Demócrito y Platón retornaron, así ocurra con la Filosofía de las Ciencias. Sin duda, el Timeo no es el Sidereus Nuncius, y el atomismo de Demócrito no es el de Neils Bhör. Pero e materialismo espiritualista que Koyré vio en el cristianismo opera como diferente al materialismo aristotélico, y también el del siglo XVII. Ese materialismo espiritualista es el que trae la idea de la nada.

El materialismo renacentista

El mundo material hacia fines del renacimiento tenía características que desde perspectivas modernas resultan simbólicas, animistas, mitológicas, y si consideramos el estado de las ciencias hacia el siglo XIX, ese materialismo precientífico, no es en fin, materialismo. Pero sin embargo había una filosofía de la materia y de la naturaleza. La concepción de la materia resulta una combinación de fuerzas bio-físicas con cierta cualidad mágico-simbólica. La cosmología atribuía significación a fuerzas astrales, y la relación con el universo transitaba por una relación de lo microcósmico y lo macrocósmico. Los efluvios de fuerzas que se oponen unas a otras, y la encarnación de la materia por fuerzas espirituales, y las tincturas y elementos como el sulfuro, el mercurio y la sal, conformaban un extraño materialismo. Koyré –una vez más- cuestiona que Paracelso haya sido "precursor" de Pasteur. En efecto, Paracelso no incluía en su ontología medicinal a los microorganismos, sino un universo material compuesto por gérmenes vivientes del universo. Pensando como luego sería común en el siglo XIX, Paracelso atribuía evolución a la materia. Del materialismo cristiano, que había hecho aparecer la eternidad al lado, o en medio del tiempo, Paracelso retiene cierta idea de eternidad a través de la evolución material. La naturaleza no era considerada en su época como abierta a los cambios evolutivos, sino más bien algo que se hallaba fijo y determinado de una vez para siempre. Pero Paracelso ve el tiempo en la materia, es decir, ve la evolución, aún en los metales16. Los gérmenes vivientes del universo se realizan sucesivamente en el tiempo, a través de diversos grados. Explicando la multiplicidad de los metales y sus etapas de evolución, Koyré pone a la vista la significación de la creación y las criaturas, y el Cristo, mediador entre el creador y las criaturas, es Cristo en el mundo de la materia y de la naturaleza. El mito llega a la historia como la eternidad llega a la temporalidad. El mundo de la materia está compuesto por elementos metálicos y fuerzas dinámicas, espirituales y astrales. Paracelso combina imaginación y voluntad como una fuerza psíquica intelectual en la que sin embargo distingue entre imaginación (fuerza positiva)y fantasía. El resultado de esa epistemología se traduce en una actitud de naturalismo hylozoísta17. Una racionalidad basada en el pensamiento analógico, como la han visto Koyré, y luego Foucault y Paolo Rossi, y que asignaba sentido filosófico a la noción de encarnación y valor cognoscitivo a la combinación de imaginación-voluntad. Consideramos que el naturalismo hylozohísta tiene en la filosofía de las ciencias de Koyré una significación considerable, ya que Koyré no es un racionalista a la manera popperiana, ni tampoco kantiana, sino más bien un lector de Dilthey y Lévi-Brhul que no ha querido desencantar al mundo de percepciones limítrofes, entre la fenomenología de la percepción y la lógica de lo finito y lo infinito, de lo temporal y lo intemporal. El naturalismo hylozoísta nos da imágenes de la materia provistas de una cierta interpretación o carga teórica previa, de la imaginación-voluntad. Koyré describe la fenomenología paracelsista como "una imagen que es un cuerpo en el que se encarna el pensamiento y la voluntad del alma"18.

El materialismo renacentista se ocupa de la materia, una vez más, pero la idea de encarnación, de espíritu encarnado, la idea de un Cristo que trae la eternidad al tiempo, trae también otra noción de la materia. La materia de los alquimistas, de los médicos místicos que experimentan con los metales, es también tomar nota de los cambios materiales, de los procesos evolutivos, de la relación antes inadvertida de la temporalidad de la materia. Los alquimistas del materialismo renacentista no conocían todavía leyes físicas en la materia. Por eso es que sus criterios para delimitar lo científico de lo no científico son lazos e hipotéticos, por eso es que la coherencia filosófica de las doctrinas no dispone de métodos para interpretar el campo de lo pensable y lo impensable. Solamente en una historia de larga duración pudieron conocerse. El descubrimiento de la temporalidad en la materia supondría alguna vez que el hombre tomara el lugar de la naturaleza, y los procesos químicos se acelerarían hasta lo impensable. El tiempo de la materia comenzaba a descubrirse hasta en sus elementos más imperceptibles y lentos, como los metales. También el hombre reconocía así su naturaleza material y contingente, pero asociada al dinamismo bio-mágico de las fuerzas cosmológicas. Una pizca de eternidad insuflada en la imaginación-voluntad, y la materia eterna, condensando y coagulando los cuatro elementos clásicos de la física aristotélica -aire, agua, fuego, tierra, sumados al sulfuro, mercurio y sal, encarnan las fuerzas que animan los cuerpos vivientes. Las fuerzas vitalistas, filosóficamente hylozoístas, del materialismo renacentista, permanecerían aunque bajo otros sistemas epistemológicos, guardando el misterio de su presencia aún en el mundo físico newtoniano, que admite y no explica la fuerza de gravedad y la atracción gravitatoria. La metafísica del materialismo renacentista permanece también en Kepler, y en la filosofía de las ciencias de Koyré, para quién el pasado hylozoísta es un tiempo paradojal que no puede dejar de pasar, aunque siempre y en cada caso se halle superado. No son Auguste Comte ni Inmmanuel Kant sino más bien Hegel y Boheme con quienes esa forma de animismo resulta compatible con un materialismo moderno que ha encontrado leyes, constantes, invariables en la materia. Pero sobre todo, que ha aprendido a distinguir niveles fenomenológicos.

La posibilidad de determinar lo pensable y lo impensable reviste para el análisis de Gérard Jorland el mayor interés para distinguir lo que Koyré llamaba marcos de pensamiento, y que en sus últimos libros llamó también estructuras de pensamiento. El materialismo renacentista no ofrece, en la interpretación de Jorland, la posibilidad de discriminar lo posible de lo 19imposible. ¿Por qué, pregunta Koyré, aceptar la astronomía de los ptolemaicas y rechazar su astrología? ¿Por qué aceptar los milagros cristianos y rechazar los milagros paganos? La intervención de fuerzas sobrenaturales representa capacidad explicativa para una ontología en la que tiene cabida un Dios creador. En tema central de todo este cuadro de ideas es, finalmente, si Dios y la Naturaleza son palabras, nociones o conceptos que remiten a una identidad de significación y sentido, como sostenían Sebastien Frank, Valentín Weigel y las doctrinas filosóficas panteístas, o si se trata de conceptos que remiten a entidades distintas, como sostenía Paracelso.

Si la separación entre la carne y el espíritu es decisiva, como sostenía Caspar Schwenkfeld20, entonces hay allí un espacio metafísico muy importante, cuya hermenéutica indica que el espíritu es incapaz de encarnar. Y esa opinión tiene ecos en la historia del conocimiento. Se trata de distintas formas de materialismo, alguna de las cuales, por regirse por criterios simbólicos, pueden recusarse como materialismos erróneos o precientíficos. Las filosofías de lo simbólico no son muy frecuentes por su consistencia, ni tampoco fáciles, por eso es que contamos los trabajos de Koyré a la par de las filosofías de Mircea Elide, como el Tratado de las Religiones e Imágenes y Símbolos, los estudios de Gustav Jung sobre los simbolismos –apoyados en la lógica de la condensación y el desplazamiento-, y el más reciente de Eugenio Trías que recrea el materialismo renacentista a través de una filosofía del símbolo. De la mismo forma que Alexandre Koyré es continuista respecto a lo que después se llamó "internalismo" y que es mejor denominar lógica del descubrimiento científico, Pero discontinuista respecto a los acontecimientos históricos en general, produciendo una convergencia y una divergencia en el mismo movimiento de sutura y ruptura, de unión y disyunción, Eugenio Trías en su filosofía de lo simbólico habla de la "cesura dia-bálica" y de la unión "sym-bálica", en un mismo movimiento de unión y separación. A este respecto, Trías abreva en la obra de Alexandre Koyré.

Lo Sym-bálico es aquello cuyas partes encajan y coinciden al lanzarse conjuntamente (imagen, palabra, iconografía, copresencia del testigo y lo sagrado ante la revelación hierofánica). La cesura dia-bálica es todo aquello que, en el acto mismo de la unidad simbólica, establece la separación entre lo que aparece y lo que se repliega en lo hermético. La filosofía de lo simbólico resulta una recreación del eón renacentista bajo sus formas más universales y pluriculturales, que van desde el budismo hasta el cristianismo, del judaísmo al islam, de la tradición gnóstica y la mitología órfica a la hermenéutica. La construcción racional de lo que une-y-escinde en Trías está inspirada, probablemente en buena medida, en la filosofía de las ciencias de Koyré. El idealismo alemán y el simbolismo espiritualista les son comunes. En cambio, Koyré desarrolla el platonismo no-místico, de la geometría galileana y hilbertiana, sobre todo en The Astronomical Revolution, y el platonismo místico lo desarrolla más bien Trías en la geometría arquitectónica, en que la noción de espacio simbólico y social, como habitat, como centro, morada, como alegoría y mimesis, tiene una continuidad del espacio sacro y el espacio profano estudiados por Mircea Elide y Georges Gsudorf. Pero en esa cosmovisión, constelación de creencias en la zeitgeist renacentista la significación de las mitologìas resulta el punto de partida para las ciencias y la filosofía, las artes y las religiones, como entienden Georges Gusdorf, Renè Taton y Eduardo Giqueaux21.

El materialismo y la epistemología del siglo XVII

En el materialismo del siglo XVII, siglo en el que cambiarían los fundamentos sobre los que se apoyaban las teorías filosóficas en sus tres aspectos esenciales: ontológicos, de filosofía natural y metafísicos, las preguntas primeras retornan. Aunque Koyré muy escasamente cite a Nietzsche, hay un eterno retorno de las preguntas metafísicas, aún y sobre todo en el pensamiento científico. Pero también hay cierta variación. Los filosofemas, formadores de sofismas-críticos, paradojas y perplejidades, retornan a la base de la Filosofía de las Ciencias. El tiempo metafísico, que transcurre en una doble dimensión de intemporalidad y de eternidad, como lo que siempre estuvo allí, elabora preguntas nuevas sobre objetos nuevos, tanto como pregunta santiguas sobre objetos antiguos. El fundamento está en falta. La filosofía, que cada tanto ambiciona razonar sobre la base de los primeros principios incuestionables, logra elaborar algunas certezas y dar sentido a las búsquedas del espíritu humano. O deja flotar la incertidumbre de lo que no exhibe más que su fenómeno caótico. La historia es desorden, sólo la filosofía, que acepta la antinomia de lo anacrónico y lo diacrónico, ordena la sucesión heterogéneas de acontecimientos. El mundo material es Caos. La Historia es Caos. ¿Cómo inteligir un Cosmos en la historia, en el mundo material incomprensible? Alexandre Koyré dijo en un pequeño artículo que vale tanto como un libro que el Tiempo es el orden de la materia, el orden de los acontecimientos de la historia.

Hay orden –es decir, hay cosmos- porque hay Tiempo. Su Filosofía de las Ciencias es una Metafísica de la Temporalidad. En su breve ensayo "Le Temps", de 1938, Koyré piensa en el tiempo como una forma universal del orden. Pero un orden no atrapado a lo sucesivo, sino a la dialéctica de lo continuo y lo discontinuo. Ya para Greg Cantor, la idea de continuo guarda estrecha relación con la noción de número, pero la noción de tiempo es posterior a la de continuo, y la supone, aunque no a la inversa22. Alexandre Koyré no tiene una impresión cantoriana del continuo, aunque sí del infinito actual. Y es que Cantor es todavía apriorista kantiano, mientras que Koyré elabora unas cuantas fenomenologías de la temporalidad. El tiempo es "aquello que transforma el Caos en Cosmos", pero que tiene "ritmos diversos" y "diferencias de duración", incluso "el tiempo inmóvil parece ser y no ser al mismo tiempo". Pero para la Teología, "Dios, que representa el grado más alto de la realidad, es siempre conocido como intemporal"23. Todas estas formas de la temporalidad, y algunas más que menciona Koyré en la Física, se encuentran frente a la discontinuidad y la antinomia de lo anacrónico y lo diacrónico. Hay una discontinuidad histórica que es la que nos muestran diversas ontologías, con sus sistemas de pensables e impensables, sus criterios de verdad y falsedad.

Pero esa discontinuidad funciona, en buena lógica, tanto de manera sucesiva como sincrónica. De manera sucesiva, distinguimos los materialismos uno tras otro. Pero de manera sincrónica, todos los materialismos coexisten una vez producidos y sistematizados por la filosofía y las ciencias. Podemos decir que el materialismo en tiempos de Demócrito no coexistió con el de Lavoisier, pero lo inverso no es cierto. El materialismo de Lavoisier coexistió con el materialismo del siglo XVII, con el Aristotélico, con el simbólico-místico del Renacimiento, y con el materialismo espiritualista del cristianismo. Solamente que el materialismo de Lavoisier resultó novedoso y de mayor alcance explicativo y predictivo, con mejor estructura de consistencia teórica y operativamente más apto para una metodología química que el de los alquimistas. La experimentación no es lo mismo que la experiencia, aunque ambos conocimientos comprendan la repetición de los fenómenos. Por eso es que la discontinuidad, que parece entenderse más fácilmente en el tiempo histórico sucesivo-lineal, es decir, cronológico, es mucho más compleja cuando la historia de las ideas demuestra que todas las tradiciones de investigación, todas las filosofías, están vivas, presentes y actuantes en todos los momentos de la historia, como entendió especialmente Imre Lakatos. Alexandre Koyré elaboró su concepto de discontinuidad antes que Thomas Khun, su atento y mejor discípulo norteamericano elaborara su concepto de inconmensurabilidad. Ya la idea de discontinuidad prefigura la idea de inconmensurabilidad. Sol que la discontinuidad en Koyré tiene una metafísica dialéctica de la temporalidad que traza su heurística y su hermenéutica, mientras que la inconmensurabilidad de Khun tiene raíces kantianas y analíticas.

Los materialismos del siglo XVII han vuelto a descubrir a Arquímedes y Euclides. Han vuelto a cierta forma de platonismo: el platonismo de las formas y la geometría en Galileo, y el platonismo místico de Bruno. Es conocido el esfuerzo de Koyré de trazar un perfil epistemológico más teórico y apriorista, o aún hipotético-deductivista de Galileo, y menos empirista y experimentalista con que era considerado antes de sus conocidas tesis. El trabajo de Jean Françoise Stoffel –Lovain-la-Neuve, 1992, aún inédito, que nos ha alcanzado su autor y a quien mucho agradecemos, vuelve a considerar las tesis de Koyré respecto al apriorismo y el método experimental. Benedetti, Tartaglia, Kepler y Newton, son todos materialismos distintos a los tres anteriores: ni aristotélicos, ni del cristianismo pre-moderno, ni renacentistas. Los materialismos del siglo XVII son, a partir de Galileo y también Descartes, materialismos matemáticos. Un ensamble epistemológico que piensa la materia cuantitativamente, no cualitativamente. Cálculos y proporciones. Desde la Física hasta la Astronomía, pasando por la Música, lo que hay de común es la aritmética y la geometría. ¿Le concedemos a la Música el grado de materialidad en la misma medida que le reconocemos a la Física su grado de materialidad? Hay intentos de Descartes muy interesantes. El tiempo medido, con-mensurado, el tiempo físico, se revela durante el siglo XVII como nunca antes. Si debiéramos decirlo brevemente: La primera afinidad del tiempo y el movimiento, física, (aún en la ciencia medieval del ímpetus, con Jean Filopón, Nicolás de Oresme y Buridan) se le agrega, como una segunda variable, la velocidad. Esto ya es la física de Galileo, Tartaglia y Benedetti. A esa segunda afinidad, la percepción afina su sentido empírico-intelectivo y le agrega la aceleración. Es decir que al forjarse intersubjetividades, la fenomenología de la percepción implicada debía hilar cada vez más fino el concepto. La analítica de la razón iba encontrando cada vez más matices, como la paleta de los pintores talentosos. Con el tiempo y el movimiento podía hacerse física aristotélica, pero la velocidad y la aceleración suponen escalas de medición tales como los relojes. El materialismo del siglo XVII es el de Estudios Galileanos y Estudios Newtonianos.

Las matemáticas y el materialismo: La nueva Física

Si el Renacimiento, como afirma Taton, se mostró incapaz de crear un orden nuevo, eso es debido, quizás a dos motivos: los incipientes intentos de desarrollar un instrumental, y la dificultosa epistemología de una filosofía natural cuantitativa. La materia no estaba pensada con correspondencias, o con inmanencias matemáticas. Koyré ilustra muchísimo los experimentos de medición del movimiento del péndulo, de la caída de los cuerpos, de balística. Pero hay un tramo en que las matemáticas se tornan física, por lo menos en una de sus ramas, la primera en desarrollarse: la estática. Sobre la base paradigmática de Arquímedes, durante el siglo XVI Koyré sitúa a Simón Stevin, el nuevo Arquímedes24. En su concepción de la Física, Koyré dice que la Estática es una rama de las matemáticas. Especial situación que de por sí supone un cambio de perspectivas. Considerar de esta manera al menos un aspecto de las matemáticas, es un cambio en el materialismo implicado. Esto implica Físico-Matemáticas, que, como sabemos, fue el programa de investigación de Galileo y Descartes, que con muchos obstáculos y fenómenos insalvables por la teoría, con todo, logró explicar con arreglo a mayor predictivilidad y coherencia interna los problemas del movimiento de los cuerpos. Luego de la Estática, vendría la Dinámica, y la Cinemática. El nuevo materialismo había dejado en el pasado, si no temporal, por lo menos a título de premisas o postulados erróneos, las ideas "animistas" del Renacimiento. En cambio, las matemáticas establecían un nuevo lenguaje, desarrollaban combinaciones algebraicas y se hallaban ligadas a la materia de tal manera que Alexandre Koyré llegó a expresar este nuevo predominio con términos fisicalistas: "fuerzas matemáticas25." Una nueva clase de materialismo, pero tan distinto a los anteriores, que las nuevas bases del materialismo implicaban también otras ideas respecto al sentido del Tiempo.

La cuestión de las condiciones exteriores

Alexandre Koyré no trabajó sobre encuadres sociológicos la Historia de las Ciencias. Si bien la perspectiva de la historia de las ideas le permitía trazar ciertos cuadros sociológicos, o creyó que la sociología fuera determinante para la formación del pensamiento científico. Esto le valió la consideración de "internalista" respecto al desarrollo y formación del pensamiento científico. Particularmente, Koyré tiende a ver buena parte del platonismo en la filosofía natural del siglo XVII. En Newtonian Studies unos cuantos capítulos que están centrados bajo la consideración del nuevo materialismo del siglo XVII, el que piensa matemáticamente, geométricamente, la materia. El primer científico moderno fue, desde esta perspectiva. Nicolás Copérnico. Copérnico estudia matemáticas y geometría con maestros como Rethicus, y la filosofía de Platón en Bolonia y Roma. ¿Qué lo condujo a Copérnico a pensar geométricamente? La pregunta se traslada a la cuestión de los factores internalistas y externalistas de las ciencias. Koyré dijo al menos en dos oportunidades muy claramente que las condiciones exteriores, tales como la economía, el comercio, la agricultura, la navegación no determinaban el surgimiento de mentalidades o espíritus matemáticos. En su historia de la aritmética, compilada por René Taton dice: "En efecto, la influencia de los factores exteriores a veces invocados por los historiadores es perfectamente ilusoria. Así, la aparición del canon no ha provocado el nacimiento de la nueva dinámica: todo lo contrario, es sobre la experiencia de los artificios en que se han cansado de ensayar Leonardo Da Vinci, Tartaglia y Benedetti. Las necesidades de la navegación, del cómputo eclesiástico, de la astrología, habrían podido, y debido, provocar un efecto de corrección en las tablas astronómicas –que no tenían lugar;- ellas no pudieron incitar a Copérnico a dar vuelta el orden de las esferas celestes y a poner al sol en el centro del universo. Las exigencias del comercio, la extensión de los cambios de moneda y de relaciones bancarias provocaron ciertamente la difusión de los conocimientos matemáticos elementales, y la contabilidad, pero no pueden explicar el progreso espectacular de los algebristas italianos cumplido en la primera mitad del siglo XVI ni tampoco el efecto de simbolización de las operaciones de la aritmética y del álgebra pacientemente proseguido por los "cosistas" de los países de lengua alemana"26. A esa explicación Koyré la repitió algo más escuetamente en el breve ensayo titulado "Perspectivas de la Historia de las Ciencias", en 1961, uno de sus últimos trabajos. "No fueron los harpedonautas egipcios, que tenían que medir los valles del Nilo, quienes inventaron la geometría: fueron los griegos, que no tenían que medir nada de nada"27.

El materialismo del siglo XVII es un materialismo en el que el platonismo ha surgido, según la óptica de Koyré. ¿Qué platonismo? El platonismo místico pertenece más bien al Renacimiento, excepto para la teosofía de Kepler y en parte la de Newton. Pero el platonismo geométrico y matemático –aunque no místico- está en esta nueva ontología. Ya Koyré decía que el Timeo no explica todo el platonismo. Indudablemente. Pero, ¿Qué hay en el platonismo del Timeo que pueda ser considerado moderno? Sabemos el recorrido de la tesis de Koyré: Galileo era el paradigma de la ciencia experimental. La ciencia experimental es el paradigma del positivismo. El positivismo no es idealista ni teórico, sino experimental. Alexandre Koyré, al decir que Galileo era platónico, y que nociones tales como el vacío, experimentos a priori de caída de los cuerpos en el vacío, y luego el principio de inercia y la gravitación, corresponden a una metafísica antes que a una física, traía de nuevo materialismo y una nueva ontología. Los cuatro elementos: aire, agua, fuego y tierra, pertenecían a la filosofía natural de los alquimistas. El siglo XVII les agregaría un "nuevo" materialismo, el geométrico. Ya Platón en el Timeo declaraba que la cosmogénesis integra lo mismo y lo diverso. Y que los ángulos, triángulos, círculos, y otras figuras geométricas formaban el eidos o idea de las cosas, tanto como los órganos, como el hígado, tenían un eidos. (Timeo, 53, a, b, c, d, e) Platón negaba que hubiese vacío en el mundo material y natural, pero creía que el mundo sensible era inteligible a partir de las formas (eidos, figuras geométricas, números)28. Para Cristian Huygens, observar que la refracción de la luz tenía leyes aritméticas y geométricas, y que los cristales, como el de Islandia que suponía algunas excepciones, implica un nuevo materialismo, el de la observación geométrica, ya que las formas geométricas son tan materiales y corpóreas como las cualidades, y aún, más constantes y regulares que aquellas, Y también para Galileo, Descartes y Newton. Pero, ¿Cómo habían surgido el álgebra, las ecuaciones, los signos matemáticos? Eso es un trabajo teórico hecho, después de los antiguos griegos, por matemáticos italianos, como Luca Paccioli, Pietro Brogi, Giorgio Chiarini, Nicolás de Cues, Cargano, Scipione del Ferro, Tartaglia, Bombelli; árabes como Nasir al-din al-Tusi, Al-Kwarizmi, Ahmad Ibn Yusuf, Abul-Wafa; alemanes como Johan Wemer, Georg Hartmann, Albrecht Dürer, Reticus, Adam Riesse, Christoph Rudolff; franceses como Nicolás de Oresme, Chuquet, Jacques Lèfébre, François Viète, Blaise Pascal, René Descartes; judíos como Levi ben Gerson; polacos como Albert de Brudzewo, uno de los primeros maestros de Copérnico, e ingleses como Bradwardine, Digges y Thomas Moore. Para Koré no hay duda de que el antiguo tratado de los Elementos de Euclides –con su sistema axiomático-, constituye una referencia indispensable. David Hillbert, a fines del siglo XIX, también había creado un nuevo sistema axiomático en Geometría. Pero Koyré repara en las signaturas del lenguaje matemático: la invención de reglas algebraicas, la admisión de numeraciones en principio absurdas o imposibles, como las de Cargano, la idea de infinito y su dialéctica en Nicolás de Cues, el arte de la medida (práctica) que renunciaba a precisiones inalcanzables, las notaciones de + y -, de raíz cuadrada y cúbica, los números irracionales, y la teoría de las proporciones. Respecto a la teoría de las proporciones, ya Aristóteles hablaba de razonamientos por analogía refiriéndose a las proporciones. Hasta Kant llegaría a conceptuar analogías matemáticas y analogías de la experiencia.

Pero este nuevo materialismo refunda las bases de la experiencia, es decir, produce a la vez que postula un nuevo empirismo. Los datos observacionales que los empiristas siempre consideraron el "non plus ultra" de la evidencia, parten de una nueva reordenación. La geometría sumada a los instrumentos, como la balanza el péndulo, la regla, el compás, y sobre todo el telescopio, producen –combinados- nuevos datos observacionales, y por lo tanto una nueva fenomenología, y si preferimos, un nuevo realismo. La geometría de por sí, el telescopio de por sí, no producen las mismas impresiones (impressions, qualias, fenómenos), pero al combinar en compuestos teórico-empíricos la masa de cualidades y cantidades la formación y consideración de objetos es nueva. Si además, esos nuevos fenómenos pueden reducirse a la constancia de las leyes e invariables, el programa de las ciencias está frente a un nuevo materialismo.

Alexandre Koyré, en la discusión entre cartesianos y newtonianos acerca del célebre "hipótesis non fingo", concluye que para los newtonianos, eran los cartesianos ("ellos") los que hacían hipótesis. Las matemáticas son deductivas, pero en física y astronomía, también son predictivas. Entonces resulta que algo del inescrutable futuro se torna accesible. Pronto lo predictivo se tornaría sentido común y muchas leyes de la física, ignoradas durante siglos, se explicarían en los programas escolares, al precio de dejar ignorado su contexto de descubrimiento. La Historia de las Ciencias, en cierta forma retoma sobre el contexto de descubrimiento para volver a formular las preguntas antes de producir las respuestas clausurando la curiosidad. Hay un entre-tiempo que va de las preguntas a las respuestas, a veces de muchos años en la medida de la cronología histórica. Pero volver a formular las preguntas luego de producidas las respuestas, esa actitud es parte de la filosofía de las ciencias. ¿Cómo un conocimiento deductivo puede desarrollarse a través del tiempo? ¿Cómo puede ese conocimiento tomarse cada vez más preciso? Los entretiempos de la historia se redistribuyen y reorganizan constantemente en su operatoria real, mientras que los tiempos fenoménicos parecen sucederse libremente.


Guillermo Treboux

Historia y Filosofía de las Ciencias
Universidad Nacional del Comahue

República Argentina